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Cazatesoros

Al caer el sol, cuando los bañistas de Tossa de Mar habían abandonado la playa, aparecían algunos individuos con una mochila provista de un detector de metales, buscando objetos perdidos en la arena. La escena tenía algo de película de ciencia ficción, como si después de un accidente nuclear los técnicos en catástrofes radioactivas comprobaran el índice de contaminación de la zona. Caminaban absortos, peinando la playa con una especie de bastón terminado en un aro metálico que emitía un hormigueo acústico. Tenían aspecto de chiflados, con un punto de hippies tecnológicamente puestos al día. Parecía que estuviesen revolviendo en el gran contenedor del mundo.

Yo los observaba tomando esa cerveza melancólica de la hora violeta, que tan meditabundos nos pone a los escritores por lo común, al comprobar que se acaba un día más, que es un día menos, etcétera, etcétera, junto con todo eso que se conoce en el repertorio filosófico como pesimismo existencial. La nube de oscuridad me duró, sin embargo, nada más que unos instantes, hasta que el segundo trago de cerveza me devolvió la sensualidad del momento, con la brisa fresca que me acariciaba en la sombra, con los acantilados salpicados de cipreses que descendían abruptos hasta el agua, con los delicados peñones que mar adentro cerraban la bahía en un azaroso ejercicio de intimidad.

La arena, como el agua -me dije-, constituye una de las distintas formas que el tiempo adopta en la naturaleza. Por eso los inventores, en un alarde de obviedad y de ingenio, inventaron los relojes de agua y de arena. Las arenas de las playas, como las de los desiertos -como las aguas de los lagos, los ríos y los mares-, se tragan las cosas que viven en el tiempo, junto a nosotros, hasta que las aguas, las arenas y el tiempo se nos tragan también.

Seguro que unas horas antes alguien ha perdido algún objeto mientras estaba en la playa. Seguro que a una preciosa turista rusa adolescente se le han caído las carísimas gafas de sol que le había regalado, esa misma mañana, su novio tatuado y setentón que dormitaba junto a ella. Seguro que a la niña de las trenzas casi blancas se le ha caído la pulsera de oro que le regalaron sus abuelos para su cumpleaños. Seguro que a la vieja que lee el Hola bajo el sombrajo se le ha caído, sin darse cuenta, un trozo de su dentadura postiza. Seguro que en la arena hay llaves de coche, horquillas para el pelo, teléfonos móviles, bolígrafos, sortijas, pendientes, diademas, relojes. Seguro.

Hay quien piensa que la aventura de vivir consiste en matar dragones por la mañana, descubrir nuevos continentes por la tarde y enamorar princesas por la noche. Hay quien piensa que la aventura de escribir consiste en contar, por la mañana, nuestros viajes a los Mares del Sur; nuestras cacerías de leones, por la tarde; y nuestras peripecias como espías triples, por la noche. Puede que la vida y la literatura también consistan en eso. Seguro.

Ahora bien, tengo la impresión de que la literatura y la vida, por regla general, son exactamente eso que ahora estará haciendo el cazador de tesoros en la playa de Tossa, con su detector de metales.

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