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Catalo-guismos

En el pasado reciente -ese tiempo que parece que sucedió hace varios siglos, dado el decaimiento del tejido cultural que ha sufrido España-, se hacían catálogos. Muchos. Muchísimos. Se hacían de las exposiciones individuales y colectivas de pintura, de los festivales de cine, de las muestras de artesanía popular, de las retrospectivas de escultura, de las jornadas gastronómicas dedicadas al boletus edulis.

El catálogo no era un simple acompañamiento del asunto principal de la exposición, sino que llegó a convertirse en lo principal del asunto. El catálogo era «la cosa en sí» kantiana, la verdadera realidad. Se empezaba por escoger un buen diseñador de catálogos, que escogía el mejor de los papeles, y la mejor de las cartulinas, y la mejor de las imprentas, y el mejor de los fotógrafos con la mejor de las cámaras, y el mejor de los escritores de prestigio para que hiciese un prólogo, y después se solía pensar en qué se iba a meter dentro del catálogo. La casa no se empezaba por el tejado -eso habría sido muy poco elegante-: se empezaba por el catálogo. Las casas, como el ciclo de cine vietnamita, como las joyas del pueblo bereber, como los bonsáis mediterráneos, como las posadas del Camino de Santiago, no eran más que asuntos catalogables, manifestaciones fenomenológicas de una verdad profunda superior (para decirlo como corresponde a un asunto de importancia última.)

Hubo un tiempo en que, si no tenías un catálogo, no sólo no tenías nada: es que no eras nadie. (Aunque es cierto que te hacían uno de diseño a las primeras de cambio, incluso si te resistías.) Tendría que hacer memoria y consultar los archivos del reino para encontrar amigos y conocidos sin catálogo personal. En Japón, los artistas de cualquier disciplina te dan su tarjeta profesional justo después del primer cabezazo de reverencia con el que te saludan. En España, hasta hace cuatro días podíamos dar un catálogo de doscientas cincuenta páginas, encuadernado con tapas duras, impreso en papel satinado brillante, con prólogo del presidente de la diputación. Éramos un imperio.

Cuando miro las estanterías de casa, compruebo que están atestadas de catálogos de todo tipo: algunos son extraordinarios, y otros lo son un poco menos. Algunos dan testimonio de acontecimientos importantes, y otros tratan de asuntos prescindibles. Algunos representan tesoros bibliográficos, y otros han ingresado sin gloria en el universo de la chatarra impresa.

Pero lo cierto es que siento una gran nostalgia de aquella época catalogadora. Hoy en día a nadie se le hace un catálogo, ni aunque seas primo de un ministro. En las contadas excepciones en que se publica uno, suele vérsele la precariedad tipográfica desde lejos, como si un grupo de amiguetes decidiera fundar una revista de poesía visual en Cuba, pongamos por caso.

A falta de unidades de medida para la valoración de la riqueza cultural de un país, propongo el catálogo: algo así como el patrón oro para el cálculo de la vitalidad artística. Quiero que volvamos a ser una potencia del cataloguismo en el mundo.

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