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Obra

El holandés errante

El holandés errante

¿Quién no ha oído hablar de la leyenda del Holandés Errante? Según la versión más conocida, un velero holandés estaba doblando el cabo de Buena Esperanza, donde se juntan las aguas del océano Índico con las del Atlántico, cuando una tormenta de intensidad nunca vista le salió al paso.

Zarandeada por las olas, la nave oscilaba como un trompo. No había descanso ni para el barco ni para los hombres, que apenas se tenían en pie.

„Capitán, la tripulación no lo soporta más -dijo el segundo de a bordo-. Quizá sería mejor buscar abrigo y volver a Ciudad del Cabo hasta que ceda la tormenta.

Ambos estaban en el puente. El capitán le miró con irritación, como si el consejo le resultara insoportable, y gritó:

„¡No daré marcha atrás hasta haber doblado el cabo de Buena Esperanza, aunque llegue el día del Juicio Final!

Volaron las velas y el barco se quedó flotando de lado, sin más protección que un toldo de lona. Para no caer al agua, los hombres se ataban a los palos.

„Capitán, perdone que insista -volvió a la carga el segundo de a bordo-. No es una tormenta cualquiera. Por mucho que nos esforcemos, no podremos pasar.

„¡Ya le he dicho que no voy a rendirme! -bramó el capitán-. ¡Aunque al final pierda hasta el último de mis marineros, no pienso ceder!

Se cuenta que Dios, que tiene un oído magnífico, quiso castigar su arrogancia y lo dejó allí para toda la eternidad, batallando por doblar el cabo sin tripulación ni nadie que le obedezca.

Desde entonces, las tripulaciones de los navíos que se encuentran con él en medio de una tormenta lo llaman el Holandés Errante, nombre que unos aplican solo al capitán y otros también al barco fantasma, y tienen su aparición como una advertencia.

Hace años apareció en una biblioteca española un manuscrito holandés del siglo xvii, que lleva un largo título: Historia del Holandés Errante escrita por él mismo, con la esperanza de que algún día la gracia divina y la piadosa absolución de los hombres anulen su castigo.

A falta de las primeras páginas, que se han perdido, el texto es como sigue:

«Estaba orgulloso de dos cosas: de ser el capitán de mi propio barco y de la belleza de mi esposa.

»Había llevado su rostro en mi corazón durante los días, semanas, meses de mi largo viaje. Había soñado con ella y me había consolado de los sinsabores del viaje imaginando que volvería a verla, que en cuanto pisase tierra correría a su encuentro.

»Alborozado, me dirigí a casa tan pronto atracamos. ¿Para qué iba a quedarme con mi tripulación? ¿Para qué compartir sus juergas y borracheras, si no tenía más deseo que estar a su lado?

»Era a ella a quien volvía al fin, con las manos y los bolsillos repletos de recuerdos de extrañas tierras.

»Confiaba en su inocencia como en mí mismo. Por eso, al encontrarla despidiéndose de un amigo, en la puerta de su dormitorio, enloquecí en un instante. Al ver mi puñal, gritó e intentó defenderse. No tuve la menor vacilación. De un tajo maté aquello que más amaba.

»Al momento llamaron a la puerta.

»„¡Capitán, capitán! ¡Abrid, capitán! Pero, ¿qué habéis hecho?

»Yo seguía viendo su cara inocente ante mí. ¿Cómo podía seguir pareciéndome tan inocente?

»No era un hombre, sino un pelele lo que al día siguiente llevaron ante el tribunal de la Inquisición.

»Tras condenarme a muerte, el magistrado me preguntó si tenía algo que decir. De pronto, me encontré pronunciando las palabras más extravagantes:

»„El mal está hecho y nadie puede remediarlo. No pido piedad ni justicia. Que el castigo eterno sea mi consuelo. La fe es una mentira y el propio Dios es un caos.

»„¡Eso es blasfemia! -clamó el juez, y añadió: Me apiado de ti por la sentencia divina, no por la mía.

»Desperté en plena noche de un sueño muy pesado. La puerta de mi celda estaba abierta. Los guardianes dormían, como hechizados. Pensé que algún amigo, compadeciéndose de mi suerte, los habría drogado para que pudiese huir.

»Mi barco seguía esperándome, anclado en la bahía.

»La tripulación me recibió. Un ligero viento nos llevó silenciosamente a una zona segura del horizonte. Momentos antes del amanecer, mientras dormía en mi camarote, tuve un sueño.

»Una voz me habló con palabras que taladraban mis oídos. Comprendí que la voz me transmitía una terrible verdad. Mi mujer me había sido fiel, y lo que yo había considerado una traición solo había sido una gentileza, consecuencia del afecto y la alegría que ella dispensaba a todas las criaturas de la tierra.

»Quise hundir el puñal en mi corazón, como lo había hundido en el suyo. Pero una fuerza mayor que la mía me sujetó el brazo y lo impidió. El puñal cayó al suelo y la voz volvió a hablar, para decirme que el cielo había dictado mi sentencia.

»Sería inmortal. Durante generaciones, hasta el día del Juicio Final, vagaría por los océanos del mundo. Yo desearía morir, pero la muerte me sería negada.

»La voz se alejó, y desperté. Allí, en el suelo, estaba mi puñal, que en el sueño se me había caído de las manos.

»Todo era absurdo, una coincidencia. Mi imaginación estaba saturada con los acontecimientos de los últimos días. Descansaría, y la pesadilla se desvanecería como un soplo.

»Pero al día siguiente el recuerdo de mi sueño aún era terriblemente vívido. En cubierta no se veía a nadie. No había vigía ni timonel. En vano escruté cada rincón.

»„¡Ah del barco! -grité.

»Ningún marinero me contestó, aunque creía haberlos visto hacía solo unas horas. ¿Habrían abandonado el barco mientras yo dormía o habían sido unos demonios enviados para confundirme?

»El timón giraba y el barco seguía su rumbo. Di la orden muda de que se arriasen algunas velas, y unas manos invisibles me obedecieron. Era el capitán de una tripulación fantasma. Entonces, ¿era cierta la maldición que había soñado? ¿Navegaría en solitario hasta el día del Juicio Final, suplicando una muerte que nunca llegaría?

»Desde entonces he navegado durante siete años, y siete veces siete años.

»Cuando estoy en los polos me deslizo entre desfiladeros de hielo, que se resquebrajan con ruidos infernales. Pero siempre salgo indemne. A continuación me dirijo a los mares del trópico. Allí, en medio de un calor insoportable, a los palos del barco vuelven a salirles unas raíces que se asientan en el fondo del mar, y retrasan la marcha.

»Deseo la muerte, pero se me ha negado. Hace poco, durante una tormenta, un rayo partió un mástil, que cayó sobre mí. Al fin, pensé, iba a liberarme de mi pesada carga. Pero la ilusión apenas duró un instante. Ahora sé que ningún accidente puede afectarme.

»Rezo día y noche, pero mis plegarias se ahogan en la oscuridad que me rodea, en las negras aguas que cubren la profundidad insondable del mar.

»En vano mis palabras buscan el oído divino.

»„Por favor -le pido-, tú que tienes el don de la vida, el don del amor, apiádate de mí.

»Y tú, lector, si has leído mi historia, apiádate también del Holandés Errante y ruega a Dios que me conceda la mayor de sus gracias, esa muerte que se muestra tan esquiva y que tanto deseo.»

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