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Los encantos de las sirenas

Los encantos de las sirenas

Cierto día de verano del año 446 a. C., en el Ágora, la plaza mayor de Atenas, una multitud de espectadores esperaba a Heródoto, un hombre nacido en Halicarnaso, población de Asia Menor, de quien se decía que había viajado por toda la tierra conocida.

Allí, sentados en unas gradas de madera dispuestas para la ocasión, había muchos ciudadanos notables: comerciantes bien situados, veteranos de las guerras contra los persas, poetas y pensadores de toda clase.

Conversaban, se secaban el sudor de la frente y miraban al conferenciante, que acababa de llegar: un hombre de cabello leonado y rostro moreno, tostado por el sol. Algunos sonreían, expectantes. ¿Qué podía decirles aquel semibárbaro que ellos no supieran?

Se hizo un silencio cuando, por fin, el hombre de Halicarnaso subió a la tribuna de los oradores. Paseó la mirada por las gradas, tomó el manuscrito y volvió a soltarlo, como si lo fiara todo a su memoria.

Habló de un viaje por Egipto y el valle del Nilo; de los pueblos escitas de las estepas; de Cartago, del río Indo y de la torre de Babel, cuya cima se adentraba en el cielo.

Narraba sus aventuras con gracia y agudeza. El público le escuchaba atento, conteniendo la respiración.

„Durante mis viajes -dijo Heródoto- siempre me he interesado por las leyendas de otros pueblos, y las he anotado para compararlas con las nuestras.

Hubo un murmullo de desconcierto. ¿Qué interés podían tener las leyendas de los bárbaros? Los griegos tenían infinidad de leyendas que trataban de dioses y titanes, de héroes, navegantes, guerreros y aventureros. Eran leyendas que realmente habían sucedido, algunas de ellas al principio de los tiempos, cuando apenas había seres humanos. ¿Para qué necesitaban las historias llenas de embustes de salvajes y forasteros?

„Así, por ejemplo -continuó Heródoto-, los egipcios creen que el continente libio está rodeado por el océano, y que es posible darle la vuelta en barco.

Los atenienses se echaron a reír. Por poca geografía que supieran, todos estaban convencidos de que Libia, el continente que ahora llamamos África, se unía al sur con Asia, y por tanto era imposible darle la vuelta.

„Los egipcios presumen incluso de haber demostrado su teoría -siguió diciendo Heródoto-, dando la vuelta a Libia en barco. Al regresar, sus marinos contaron que habían visto monos gigantescos, más grandes y fuertes que cualquier persona, y sirenas con cuerpo de mujer y cola de pez. Podéis creerlo o no. Yo me limito a repetir lo que me han dicho.

Los atenienses aplaudieron. Les divertían las leyendas egipcias acerca de la vuelta a Libia y los monos gigantes. En cuanto a las sirenas, todos sabían que no tenían cola de pez, y que eran mujeres muy hermosas desde la cintura hacia arriba y aves marinas desde la cintura hacia abajo. Así las habían descrito los autores antiguos, y así las habían representado pintores y ceramistas, con torso de mujer y alas y garras de pájaro.

Heródoto siguió hablando. Mezclaba los rumores que había escuchado en las tabernas y en los mercados de Oriente con los relatos de los navegantes, para formar un cuadro atractivo y variado.

Los atenienses le oyeron describir a unos hombres que vivían en Escitia, allende el Volga, que tenían los pies al revés y corrían a una velocidad extraordinaria; a los ástomos, casta de hombres sin boca, que se alimentaban del perfume de las flores; a los monoftalmos o cíclopes con un solo ojo en el centro de la frente.

„Perdonadme -dijo Heródoto- si solo puedo referir estas cosas por haberlas oído decir y no por haberlas visto -sonrió de pronto-. No he dado la vuelta a Libia en barco y no he visto a los monos gigantes, pero recuerdo que en el templo egipcio de Luxor me mostraron una sirena de cola de pez. Estaba muerta y embalsamada. Tenía el cuerpo rechoncho y cilíndrico, labios gruesos y una cola plana, terminada en dos puntas. La guardaban desde hacía mucho tiempo y no sabían de dónde les había llegado.

Los espectadores se revolvieron en sus asientos, incómodos. ¿Por qué insistía Heródoto en hablarles de las sirenas con cola de pez? La existencia de los cíclopes y los hombres con los pies al revés les parecía perfectamente posible, pero no estaban dispuestos a creer en unas sirenas que no tenían alas. ¿Acaso Heródoto pretendía tomarles el pelo?

Pero el conferenciante supo desvanecer con rapidez aquellos instantes de incredulidad. Durante una hora estuvo hablándoles de los persas, tradicionales enemigos de los griegos.

„Lo más curioso de todo -resumió al final- es lo siguiente: los persas se consideran a sí mismos como el pueblo más excelso de la tierra y tienen a los demás pueblos por inferiores. Después de sus compatriotas, la gente por la que sienten mayor aprecio son quienes viven más cerca; a continuación están los vecinos de esa gente y así sucesivamente, hasta llegar a los pueblos más alejados, de quienes apenas tienen noticia.

Heródoto hizo una reverencia para dar las gracias al público, tomó su manuscrito y bajó de la tribuna entre los aplausos de la multitud, que había disfrutado mucho e intentaba recordar las partes más interesantes de la conferencia.

Pese al escepticismo de los atenienses, las sirenas de cola de pez existían y aún existen. El primero en verlas con vida en su medio natural y describirlas fue nada menos que Cristóbal Colón.

Ocurrió en el transcurso del primer viaje, cuando ya pensaba en volver a España. Colón iba a bordo de la carabela Niña. Un día, al norte de La Española, la actual isla de Haití, estaban aprovisionándose de agua en un río cuando los marineros empezaron a gritar:

„¡Sirenas! ¡Sirenas!

Tres grandes criaturas, que habían emergido de repente junto al bote, se quedaron mirándoles con gesto de sorpresa, como si tampoco esperaran encontrarles allí.

„¡Llamad al Almirante! ¡Decidle que son sirenas! -gritó uno.

Poco después, Colón salió a cubierta para verlas también.

Eran de piel gris, desnuda y sin pelo. Sus extremidades anteriores tenían forma de aleta, y podían usarlas como manos. La cola, larga y redondeada, acababa como una pala.

Las sirenas se acercaron más al bote, como si fueran míopes, y entonces observaron que una de ellas se mantenía en posición vertical, con la cabeza y los hombros fuera del agua, mientras con una de las extremidades anteriores sujetaba una cría. Las otras dos nadaban indolentemente con la cola, y usaban las aletas para darse la vuelta. Luego se sumergieron. A ratos volvían a la superficie para respirar.

De vuelta en su camarote, Colón escribió en su diario:

«En una ensenada de la costa de La Española vi tres sirenas, pero les faltaba mucho para ser tan bellas como las de Horacio».

Se refería al poeta latino, que describe los encantos de las sirenas en una de sus obras.

En cambio, los marineros las encontraban hermosas, y lamentaron mucho dejar de verlas.

Hoy sabemos que las sirenas de Colón no eran tales sirenas sino manatíes, mamíferos del orden de los sirenios, que viven en las aguas tropicales de África occidental y del Caribe, y en los estuarios de dos grandes ríos, el Orinoco y el Amazonas.

Pero, a los ojos de los antiguos navegantes, que a veces llevaban meses y hasta años sin tocar tierra, los manatíes tenían rasgos casi humanos salvo por la cola, que era de sirena. Y emitían unos resoplidos que podían considerarse como cantos.

De vuelta en sus hogares, todos presumían de haber visto y escuchado a las sirenas. Y, con cada viaje, la leyenda se iba enriqueciendo y ampliando.

Se contaba, por ejemplo, que a las sirenas les gustaba sentarse en una roca, preferiblemente con sus semejantes, y peinar sus largos cabellos. Y también que algunos marineros se habían enamorado de ellas y las habían seguido hasta las profundidades marinas, de donde no habían vuelto.

Hay también otro tipo de sirenas, que a veces se exhiben en museos y ferias. Son las sirenas de las islas Fiji, que los pescadores de ese archipiélago y de otras islas del Pacífico fingen haber capturado, y cuyos cuerpos disecados venden como recuerdo a los turistas. Si se examinan con atención, se observará que son una superchería, confeccionada cosiendo la parte anterior de un mono joven a una cola de pez, y añadiendo piezas de papel maché.

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