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Islas efímeras

La leyenda del santo irlandés Brandán cuenta sus aventuras en el Atlántico, donde pudo encontrar algún tipo de isla efímera o recién creada por la acción volcánica. Pudo, incluso, encallar en Madeira o en la mítica isla de Brasil en pleno siglo vi. Otras falsas islas como la Baja California, Corea o el Yucatán en realidad eran penínsulas que los navegantes confundían a falta de buenos instrumentales cartográficos.

Islas efímeras

Hay un relato que se ha repetido a lo largo de la geografía y de las épocas, y que es como un sueño: la historia de unos navegantes que, tras un largo viaje, desembarcan en una isla que se hunde con ellos, porque de algún modo está viva.

San Brandán era prior de Clesainfert, en Irlanda. Nació hacia el año 484 y murió en 578. Notable viajero, llegó a las islas Hébridas, a Escocia occidental, a Gales y acaso a la Bretaña francesa.

En cierta ocasión estaba navegando con setenta y cinco monjes por el océano Atlántico, en busca de una utópica Tierra de Promisión de la que les habían hablado unos pescadores, cuando el vigía hizo bocina con las manos y exclamó:

„¡Atención los de cubierta! ¡Isla a la vista!

Miraron y vieron una mancha negra que se les acercaba.

„¡La Tierra Prometida! -dijeron todos alegremente.

Se arrimaron a ella y observaron verdes bosques, valles y montañas.

Todos querían desembarcar, menos san Brandán.

„¿Por qué no vienes? -le preguntaron.

„Me quedaré para rezar por todos vosotros -dijo.

Los demás monjes pisaron la playa y se quedaron encantados de la blancura de la arena. El aire era suave, olía a incienso y por doquier se oían trinos de pájaros.

Celebraron una misa de acción de gracias. Luego recolectaron madera e hicieron fuego para cocinar y para calentarse. De pronto, oyeron un gran bramido. La isla entera se agitó y empezó a dar coletazos. Habían subido a lomos de un gran pez. La playa eran sus aletas laterales, y las montañas su aleta dorsal. Habían tomado por bosques las algas que llevaba adheridas a las escamas.

El pez bramaba, dolorido por las grandes quemaduras que le habían causado. Algunos monjes saltaron por los aires, otros se ahogaron cuando la isla se sumergió.

San Brandán reconfortó a los supervivientes y les dijo:

„Antes no estaba seguro, pero ahora lo sé. Esta supuesta isla es un gran pez llamado Jasconye. Día y noche intenta morderse la cola, pero es tan largo que nunca lo consigue.

Tras la aventura del pez se adentraron en un mar que parecía cubierto de plumas, y avistaron una columna coronada de nubes y formada de cristal transparente, que acaso era un iceberg.

Con recelo se acercaron a una costa desierta que apestaba a azufre.

„Es como si los demonios hubieran instalado aquí la entrada del infierno -dijo uno de los monjes.

De repente el mar se puso a hervir y una lava ardiente cayó sobre el barco.

San Brandán se puso a rezar, y un viento sopló y les alejó del peligro sin que sufriesen bajas. Quizá habían presenciado la erupción de un volcán islandés.

Por fin, tras siete años de vagar sin rumbo fijo, guiados «por el instinto y por Dios», según cuenta el manuscrito medieval llamado Navegación de san Brandán, arribaron a la ansiada Tierra de Promisión, que algunos sitúan en Madeira. Allí el sol no declinaba, y de los árboles colgaba una fruta perenne.

A los cuarenta días de desembarcar, los monjes encontraron a un adolescente circundado por un aura de luz.

„Dios -dijo el fulgurante joven- ha permitido al piadoso Brandán que durante siete años buscase la tierra que algún día será visible para todos los hombres. Ahora cargad el barco con piedras preciosas y frutos suculentos, y emprended el regreso.

La leyenda de san Brandán tiene cierta importancia para la geografía, porque en el globo terráqueo de Martin Behaim, que es el más antiguo que se conserva, a los 50° oeste del meridiano de la costa portuguesa y en medio del océano, hay una isla con la siguiente inscripción: «Quinientos sesenta y cinco años después de Jesucristo llegó san Brandán a esta isla, vio en ella muchas maravillas y tras siete años de ausencia regresó a su país».

En 1647, el capitán John Nisbet navegaba al oeste de Irlanda por unas aguas que él y su tripulación conocían bien. Se había retirado a descansar cuando su segundo llamó a la puerta del camarote.

„¿Qué ocurre? -preguntó Nisbet.

„Hay una niebla espesa como un muro, capitán.

Nisbet abandonó el camarote con rapidez.

La niebla rodeaba el barco tan estrechamente que parecía posible, con solo extender un brazo sobre la borda, entrar en contacto con algún ser sobrenatural.

„Nunca he visto una niebla así -dijo Nisbet.

„Tampoco yo. Por eso le he llamado. Es como si no quedara ni una sola estrella en el cielo.

Estuvieron observando el mar con aprensión. Al cabo de unas horas, lentamente, el aire se fue aclarando.

Cuando la niebla se levantó por completo, descubrieron que el barco estaba peligrosamente cerca de unas rocas y a la vista de una isla.

Echaron el ancla. Cuatro miembros de la tripulación bajaron el bote y remaron hacia la costa, que no podía pertenecer sino a la legendaria Brasil.

Pasaron un día entero en tierra, y volvieron a bordo cargados de oro y plata, en forma de joyas, monedas y lingotes. Contaron que la isla estaba infestada de conejos negros, y que en ella había un castillo de piedra, donde vivía un viejo mago.

„Es un mago muy rico -le explicaron al capitán-. Tiene un gran tesoro a su cargo, y nos ha dicho que, si volvemos, nos dará mucho más.

El capitán iba a mandarles que subieran de nuevo al bote, pero entonces la niebla se alzó, y las estrellas se fueron apagando.

A la mañana siguiente, todas las miradas se dirigieron hacia el lugar donde debía estar la isla. El ancla seguía en su sitio, pero no había huella de tierra alguna. Por suerte para el capitán y para la tripulación, el tesoro permanecía a bordo del barco.

Hasta 1865, la isla Brasil apareció regularmente en los mapas, casi siempre al sudoeste de la bahía de Galway, en Irlanda, y con el nombre de Brasil Rock. Algunos la han identificado con Porcupine Bank o Banco Puercoespín, un banco de arena que se alza a unas 120 millas, esto es, unos 200 kilómetros, al oeste de Irlanda.

Algunas islas fantasma desaparecieron con los avances de la cartografía. Por ejemplo, la península de Baja California fue tomada como una isla en el momento de su descubrimiento, hasta que se observó que estaba unida al continente americano, y lo mismo sucedió con la península de Corea, hasta que se comprendió que se hallaba unida a Asia, y con la península de Yucatán, hasta que se concluyó que se encontraba unida a Centroamérica.

Otras islas fantasma pudieron existir en forma de bancos de arena, conos volcánicos, atolones de coral u otras estructuras inestables, que han aparecido y desaparecido sucesivas veces a lo largo de la historia.

La versión más reciente de estas islas misteriosas es la isla Sandy. De considerable tamaño, aparece en varios mapas mundiales cartográficos y meteorológicos y se sitúa en pleno mar del Coral, entre Australia y Nueva Caledonia. Hasta el programa Google Earth, que ofrece imágenes digitales del planeta procedentes de satélites y mapas, da fe de su existencia.

Pero en 2012 un equipo de investigadores de la universidad de Sidney empezó a sospechar. Las cartas de navegación, que se elaboran a partir de mediciones del fondo, mostraban una profundidad de 1.400 metros, en un área donde los mapas respaldados por los satélites situaban a Sandy. Tampoco había ni rastro de ella en los documentos del Gobierno francés, a quien en teoría debía pertenecer.

La única manera de aclarar la situación era organizar una expedición al emplazamiento exacto de la isla. Tras el largo viaje, los expedicionarios navegaron por la zona durante días, sin encontrar huella ni testimonio de su presencia. Comprobaron que la profundidad de 1.400 metros era exacta, y que la franja de tierra no existía.

¿Cómo es posible que durante más de una década haya pervivido un bulo como este en mapas científicos de todo el mundo? ¿Quién la puso ahí?

Asombrosamente, nadie lo sabe.

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