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Divino engaño

El ensayista valenciano Miguel Catalán prosigue la publicación de su sugestiva serie de estudios y análisis de antropología filosófica, dedicando su última entrega a las explicaciones de la tradición del pensamiento occidental sobre el papel de Dios y sus múltiples caracteres respecto de los hombres.

Divino engaño

Este es un libro singular. Plantea una de esas preguntas que antaño asediaban a filósofos y teólogos: ¿Nos engaña Dios?, ¿podemos confiar en él?, ¿por qué se esconde? o, más exactamente, ¿por qué solo revela su naturaleza a unos cuantos? Pero no nos confundamos, no se trata de un libro antiguo o clásico. El autor, hijo de la modernidad, no intenta responder a la pregunta ni cae en la descortesía de ofrecernos una nueva teodicea. La pregunta sirve aquí de motivo, de excusa para recorrer, de un modo en general irónico y en ocasiones lúdico, las diferentes respuestas que Occidente ha dado a estas preguntas. Y de paso plantear algunas otras: ¿Por qué Dios permite el mal si es tan poderoso? ¿Por qué no se da a conocer con franqueza y se quita el velo? El tema es de actualidad, pues el asunto del poder simulador y engañador de la divinidad sigue sin resolverse, o se ha resuelto demasiado precipitadamente, descartando al protagonista o accidentándolo.

Platón fue el gran artífice de la bondad divina. Agustín de Hipona lo refrendó y concluye sus Confesiones declarando que todas las criaturas son buenas y verdaderas, pues vienen de Dios (de ahí a la democracia no hay más que un paso). Plotino, el discípulo más brillante de Platón después de Aristóteles, imaginó a Dios no creando el universo, como hacían los judíos, sino emanándolo de sí mismo, deshaciéndose en universo. Dentro de esta cosmovisión, lo malo era simple déficit de realidad, insustancialidad pura. Una especie de residuo, inevitable y tardío, de esa emanación suprema y original, como las virutas desprendidas del mueble del ebanista. Esa antigua justificación del mal, esa nadificación que exonera a la divinidad, contrasta con su magnificación moderna (sobre todo a partir del escarnio de Voltaire a Leibniz). Epicuro es el más moderno de los antiguos y si Dios consiente el mal es que o bien es débil (no puede evitarlo) o bien cruel. O simplemente no existe. La actualidad del mal y su profunda realidad son hoy incuestionables. Y una de sus formas, verbal, filosófica, es la del engaño.

Miguel Catalán (Valencia, 1958) lleva más de una década elaborando, pacientemente y con estilo, un tratado general sobre el engaño. La sombra del Supremo (Siruela, 2015) es la quinta entrega de la serie y en ella aborda la inquietante posibilidad de que el engaño tenga un origen divino. Dentro de dicho programa general, Catalán ha escrito títulos sugestivos como El prestigio de la lejanía (donde trata el autoengaño), Antropología de la mentira (donde sienta las bases antropológicas de la mendacidad), Anatomía del secreto (donde aborda el engaño como autodefensa) y La creación burlada (donde los dioses fingen el mundo para divertirse a nuestra costa, «expiación por haber

atormentado en la infancia a tantas lombrices»). Los dioses paganos, aburridos de su vida eterna, se sirven de los hombres como conejillos de Indias para sus experimentos y diversiones.

Este quinto volumen plantea la cuestión en el contexto del monoteísmo judeocristiano, con algunas breves pero sustanciosas alusiones al islam. Encontramos en él ilustradas y representadas las diferentes máscaras de la divinidad. Desde el dios ocioso, que abandona al mundo a su suerte después de crearlo, hasta el dios indolente que entrega a sus criaturas en brazos del azar (o de una selección natural accidentada). Desde el relojero celeste «que cierra por vacaciones tras poner en marcha la máquina del mundo» hasta el Creador que se halla tan ocupado que «ha terminado por declinar la gestión de los asuntos sublunares» (o que se ocupa de las especies pero descuida los individuos). Desde el silencio de Dios de los herméticos, hasta el Dios prudente que se oculta tras un manto de estrellas.

Una nube rodea a Yahveh, los velos cubren a Allah. Pseudo Dionisio postula una tiniebla paradójica, Nicolás de Cusa un docta ignorancia, Duns Scoto un voluntarismo perturbador en el que Dios no quiere las cosas buenas porque son buenas, sino que son buenas porque las quiere (de modo que si hubiera dado por bueno el engaño, podría mentir sin caer en contradicción con su naturaleza). Otro franciscano, Guillermo de Ockham, considera que el Señor puede ordenar lo que mejor le plazca, sea juzgado bueno o malo por los hombres. Es su autoridad la que dicta la realidad y la ley: «el adulterio y el asesinato son hoy crímenes y pecados, pero si el Padre Celestial así lo quisiera, podrían ser virtudes en el futuro». El Hacedor goza de absoluta libertad para dictar lo bueno y lo malo y puede incluso inducir en los hombres un conocimiento intuitivo de lo que no existe. René Descartes, fundador del pensamiento moderno, ahondaría también en la idea de un único poder que miente a sus criaturas y en la posibilidad de que el mundo creado fuera falso, un espejismo universal que dará paso a la filosofía de la desconfianza de Kant. Empieza a intuirse la responsabilidad de Dios en nuestros errores que llevará a su negación. «No son ya los hombres los que han preferido la ignorancia a la sabiduría, sino los sentidos puestos por Dios en el hombre los que chasquean a su propio dueño.» Una sospecha que incrementa la desconfianza de la criatura hacia su Creador, como el recelo del hijo de cierta edad hacia su padre. «El poder absoluto del Supremo se convierte en una amenaza para nuestra seguridad cognitiva» (idea que probablemente proviene de Francisco Suárez). Catalán sugiere que aunque Descartes termina haciendo a Dios garante de la verdad, lo hace para ganarse la aprobación del claustro de la Sorbona y librar el escrutinio ideológico de la Iglesia. «Descartes fue probablemente un ateo que ocultó sus más íntimas convicciones bajo una capa de ortodoxia católica a fin de prosperar en aquella sociedad€». De modo que el engañador no será el Supremo, sino un genio maligno que limpia el honor divino. Pero ese genio maligno es una máscara de aquella omnipotencia perversa que erige espejismos.

El libro rastrea en el Antiguo y el Nuevo Testamento motivos para pensar en el demonio como máscara de Dios. Al fin y al cabo el Supremo, pudiéndolo todo, también podría ser el demonio. El más conocido es el complot contra Job, en el que Satán es un espíritu malvado al servicio de Dios o el episodio de Zacarías en el que Satán ejerce de fiscal en una causa presidida por el ángel de Yahveh. En Mateo 4, el espíritu de Dios conduce a Jesús al desierto para que sea tentado por el diablo. Y bajo la supervisión del Padre eterno aparece Satán ante Jesús. El Hijo, además, se mueve entre tinieblas porque su Padre no le comunica su destino (esa ignorancia del hijo lo emparienta al resto de las criaturas), y encontramos también algunos episodios divertidos de evangelios apócrifos en los que Jesucristo trata al diablo como si fuera una mascota.

Conjunciones y disyunciones que llegan hasta Tirso de Molina, Goethe y Nietzsche. El alemán describe la serpiente como un disfraz del Divino Jardinero, que se aburría mortalmente en un cosmos tan armónico. «Fue Dios mismo quien se tendió como serpiente€ El diablo no es más que la holganza a la que se entrega Dios cada siete días». Según esta versión, Dios mentiría doblemente a sus criaturas. En tanto que serpiente, disfrazado, y en la falsa promesa del conocimiento. Los místicos ofitas rendían culto a la serpiente. Hipólito de Roma lo cuenta: la sierpe del Jardín era la forma adoptada por Jesucristo para cumplir el mandato divino. Una secta herética que pensaba que Jesucristo era la serpiente (herencia egipcia de griegos y hebreos): «Nadie puede salvarse si no asciende por medio del Hijo, que es la serpiente». Cristo bajo las escamas. Ambos sirven para devolver el alma a los hombres. Quien crea en la serpiente se salvará. No han cambiado tanto los tiempos. Ya Cicerón se lamentaba de quienes atribuían todos los males a los hombres, y no a los dioses, que los hicieron tal y como son, sería como si el timonel pidiera explicaciones a su tripulación por la amenaza de la tempestad.

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