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Literatura acalorada

La literatura española ha estado climatológicamente lastrada desde el comienzo de los tiempos. Hace demasiado calor en este secarral, y así no hay manera. Así no hay quien trabaje durante el tiempo necesario para escribir cosas trascendentes. A lo más que se puede aspirar es a convertirnos en humoristas escépticos, barrocos obsesionados con el trampantojo del mundo y poco más.

Al escritor se le derriten los sesos en cualquier género literario, y acaba por ponerse palabrero, por adquirir la enfermedad del ruiseñor cantarín, el síndrome del perro flautista, para acabar cuanto antes y dejar de sudar la gota gorda. El palabrismo suele ser el atajo hacia el punto final de cualquier obra.

Si hace buen tiempo y se puede andar por ahí al aire libre, el aspirante a filósofo, pongamos por caso, se marcha a la playa para cultivar la tradición hedonista de los pueblos del Sur; y, si hace más calor de la cuenta, se pone a la sombra, con un abanico y un botijo, que es el artefacto meditativo de los pensadores españoles sofocados. El caso es que no hay modo de tener intuiciones filosóficas en este pueblo, no es térmicamente posible.

Para filosofar hace falta pasar frío. Los sistemas se construyen en casa, cerca de una chimenea, o al abrigo de las faldas de una mesa camilla en cuyo centro arde un brasero de carbón, mientras fuera cae una nevada de proporciones mitológicas y las ramas de los abetos se quiebran por el peso de la nieve, y los carámbanos de los tejados amenazan con matar a los transeúntes. La cosa en sí se nos aparece a bajo cero. Las mónadas bailan a nuestro alrededor cuando uno tiene que salir a comprar el pan con un gorro de piel de oso. La voluntad de poder nos inspira en las gélidas caminatas por las cumbres alpinas. En los campos manchegos, a uno sólo le puede apetecer contar las aventuras bufas de una pareja de chiflados.

No se trata de que los españoles no estemos dotados para el pensamiento -demasiado hacemos con el bochorno en que vivimos-; es que las ideas se nos calcinan antes de cristalizar, las pergeñamos y arden, las organizamos y se convierten en ceniza.

Y de nada nos sirve el aire acondicionado: a los pensadores de refrigeración se les ve el plumero epistemológico enseguida. Se les nota que han estudiado en Maguncia con una beca del CSIC, que han escrito un opúsculo en el Norte y que se les ha socarrado nada más volver a la patria.

El exceso de calor explica que seamos un pueblo acalorado, iracundo, vociferante, cruel, individualista y belicoso. Hacemos chistes para sobrevivir, nos reímos de nosotros mismos porque no soportamos que los demás se rían antes de nosotros. Para eso ya estamos los aborígenes. Con sandalias y pantalón corto no se puede pretender que nos tomen en serio, con alerones sudados en la camisa azul marino.

A la literatura española le sobran grados centígrados. Como a nuestro temperamento.

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