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En la órbita de Caravaggio

En la excelente exposición dedicada a Caravaggio y su influencia en otros pintores, Arnau Amo encuentra en las obras atribuidas a un artista pensionado por Carlo Saraceni motivos para la aguda disquisición

En la órbita de Caravaggio

Que quien busca halla es un proverbio que el optimista hace suyo de entrada. El que lo es menos se dice: sí, pero no siempre. Y hay un tercero que suscribe la hipótesis del optimista, pero la matiza. El que busca halla, en efecto: pero eso no quiere decir que halle lo que busca. Más bien lo probable es que halle algo distinto de lo que buscaba, algo inesperado. Lo cual es una buena razón para buscar: porque la sorpresa nos está reservada. Y, si no nos satisface en nuestro ego (yo hago lo que me propongo), ensancha en cambio nuestro conocimiento.

Puede que el curioso que visita la preciosa muestra temporal que, bajo el título de Caravaggio y los pintores del Norte, ofrece el Museo Thyssen de Madrid, encuentre, amén de algunos cuadros del maestro, soberbios pero bien conocidos, una joya menos conocida y de atribución incierta que con razón se adscribe a su órbita, de la que no desmerece un punto. De hecho se la supuso un tiempo obra de la mano del genio. Lo parece. Y eso la honra sin duda, sea de quien fuere. Se titula La negación de san Pedro.

Procede de los Museos Vaticanos y se la tuvo por obra auténtica de Michelangelo Merisi, conocido, como tantos otros de su tiempo y de su tierra, por su lugar de nacimiento.

Fue R. Longhi, estudioso del maestro, quien, a mediados del siglo pasado descartó la atribución del lienzo a Caravaggio y propuso, como alternativa, a algún pensionado en Roma de Carlo Saraceni, pintor oriundo de Venecia (1585-1625) que precisamente había pintado una Dormición de la Virgen para Santa María in Trastevere, que sustituía al maravilloso lienzo del mismo tema y título pintado por el maestro y rechazado por el clero que lo consideró indigno, y que acabaría siendo una de las joyas que podemos admirar en el Louvre.

Está visto que el tal Saraceni, como buen veneciano, era astuto mercader: pues a la vez que pensionaba a pintores con más talento que renombre, sacaba provecho de su mercancía. Y en ella hemos de contar tanto La negación que el Museo Thyssen nos muestra, como otros dos lienzos que merece la pena traer a colación. Uno de ellos se halla en el Prado y su título es Vendedor de aves. El otro se titula Vendedor de fruta y criada y su propietario es el Institute of Arts de Detroit. Y el historiador sitúa el origen de los tres en el Pensionado de Saraceni.

No es, sin embargo, el origen común lo que nos induce a relacionar estas tres telas. Son sus personajes y, en última instancia, los modelos. Decisivos estos en una clave realista.

Pues es el caso que el San Pedro de La negación nos remite al Vendedor de aves, con solo calarle un sombrero. Y que la criada que regatea al Vendedor de fruta no es otra que la que interpela al apóstol acosado de La negación. ¿Mismo pintor? No lo sabemos. Pero en la misma órbita desde luego. Y más aún: compartiendo pensión. Y presunto mercado.

Hay algo, no obstante, que singulariza nuestra Negación, en la que no ha lugar a las naturalezas muertas que tanto y tan cómodamente caracterizan a la escuela del Caravaggio. En ella no hay ni fruta ni aves: solo la muchacha y el anciano, cara a cara, sin compraventas. Sola la verdad está en juego: tú dices que no, yo digo que sí.

Lo cual reduce a lo esencial la escena que nos incumbe y fascina. Él y ella: ella y él. Nos bastan sus gestos y sus manos, sus miradas recíprocas y sus actitudes. Y en ello el discípulo, tanto si lo era como si no, no desmerece un punto del maestro. A la chica ni le va ni le viene que el hombre afirme o niegue: pero la verdad es la verdad. Y ésa no se discute.

Sabido es que la escena que representa procede de los Evangelios. Parece que Pedro, primer papa de la Iglesia, se cuidó de airear su culpa a los cuatro vientos: porque los cuatro evangelistas se hacen eco de sus tres negaciones, con solo mínimos matices que no son del caso. Y sabemos que quien abre fuego es una criada, portera por más señas.

Según esto podemos dar por supuesto que el pintor se atiene a la primera de las tres negaciones, no consecutivas, sino espaciadas, como precisa el relato de Juan. Y prescinde del coro que después acabará sumándose al acoso. De momento, todo se reduce al tropiezo del acongojado apóstol con una muchacha impertinente. Él y ella.

Así las cosas, el pintor se identifica con la chica, cuyo antojo no es otro que poner en claro la verdad. Una verdad que el cuadro atrapa con la suya: verdad por verdad. Lo demás del suceso poco importa al pintor. Como tampoco importa a la muchacha lo que va a suceder. Ella intuye que el galileo está con el detenido y se lo dice a la cara. Al pan, pan y al vino, vino. Pero el pintor, diestro en hacer que el pan sea pan y el vino sea vino, ha de habérselas en este caso sin el pan y sin el vino: con solo dos rostros humanos, de perfil y cara a cara.

La chica, a la que hemos visto sumisa (en apariencia) a la hora de regatear el precio de la fruta al que la vende, se encara ahora al apóstol y lo avasalla con objeto de aclarar la verdad que por otra parte no le incumbe. Y el hombre, al que hemos conocido con cara de pícaro que vende aves, pone cara de niño bueno que no ha roto un plato, tratando de escurrir el bulto.

A ella la vemos de pie, con una mirada que fulmina y una boca que se abre a punto para denunciar al infiltrado a pesar suyo. Y él, al que el relato describe sentado junto al fuego, para precaverse del frío que le hiela la sangre, la oye aterrorizado y sin saber qué hacerse. Ella está tocada con el velo que ya le conocemos (de la compra de fruta) y él a calva descubierta.

Pero, por si fuera poco lo que los rostros nos dicen, están las manos, recurso infalible al que acuden por igual El Greco y Caravaggio: dos maestros a los que separa una generación, pero que han transitado un mismo territorio. Las cuatro manos de La negación de san Pedro hablan, tanto o más que los ojos, por sí mismas. Las de la acusadora, abiertas, palmas arriba y llenas de luz, concertadas en ademán persuasivo de quien esgrime un argumento irrefutable: tú también estabas con Jesús de Nazaret. Las del acusado, desconcertadas y en la sombra.

Con la izquierda, Pedro trata de parar el golpe: cálmate, parece como que le dice a la metomentodo. Con la derecha, que se lleva al corazón, como hacemos todos para garantizar la verdad de nuestra palabra, trata de apoyar su falsa confesión. Ni sé, ni entiendo lo que dices.

Y el pintor anónimo se las compone para que ella le dé la cara a la luz mientras que él le da la espalda. Ella quiere saber: él no quiere que se sepa. Queda claro quién ataca y quién se defiende: quién acosa y quién es acosado. La luz lo dice: es enseñanza, quizá la principal, que el aprendiz ha aprendido del maestro.

La luz y las tinieblas: aunque La negación del Vaticano, que vemos en el Thyssen, no abusa, ni de una, ni de otras. Todo queda en un discreto claroscuro, al amor de una lumbre invisible, que ni calienta al apóstol, ni enfría a la portera.

Puede que el visitante de Caravaggio y los pintores del Norte, la muestra temporal del Thyssen, yendo a buscar al maestro, una baza segura, pero conocida, descubra a algún discípulo avispado como éste, o pensionado de ocasión, que tiene no poco que decir, por añadidura. Y como dicen en Valencia: lo que s´afig es lo que fa la festa.

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