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Escribir cansa

Resulta muy difícil saber cuándo un escritor está trabajando y cuándo no lo está. Resulta muy difícil explicar a los que no son escritores cuándo un escritor está trabajando y cuándo no lo está. Lo digo muy en serio. No trato ni de formular un enigma chistoso, un chiste ni de ponerme estupendo.

La escritura, el proceso de redactar, de poner las palabras una detrás de otra, es sólo una fase de la escritura misma. La más importante sin duda, la que podemos palpar los lectores, la que deja fijado el texto hasta darlo por definitivo, la fase de «producción». Pero es sólo una parte más, no es la única.

El simplismo de la evidencia está tentado de responder que un escritor escribe cuando escribe. Cuando está sentado delante del papel, de la máquina de escribir, de su ordenador, devanándose los sesos para ordenar su discurso de la mejor manera posible, sudando tinta china (que es la sustancia que compone la sudoración de los escritores desde el descubrimiento chino de la tinta). Pero la verdad es otra: la verdad de la buena.

Los escritores de cualquier género -por lo que pregunto a mis colegas, por lo que confiesan los maestros en sus diarios, por la experiencia propia- no descansan como pueden descansar de sus trabajos aquellos que se dedican a actividades manuales y a oficios para los que no tienen ninguna vocación. La escritura -en cualquiera de sus manifestaciones: la poética, el ensayismo, la narrativa, la filosofía- constituye una labor de acopio: la redacción, la producción representa la forma en que se decanta y filtra la experiencia a través de lo escrito. Pero la experiencia es una etapa fundamental de la preparación de la escritura, y de la experiencia no se puede descansar jamás.

Cuando un escritor está sentado en la terraza de un café, viendo pasar el mundo por delante de su taza cargada y sin azúcar, está trabajando. Cuando un escritor se va de viaje a la vuelta de la esquina o a las antípodas, para orearse, o para huir de vaya usted a saber qué o quién, está trabajando. Cuando un escritor abre un libro cualquiera y empieza a leer, no hace más que analizar la escritura ajena, las entrañas de la obra, y está trabajando. Cuando un escritor se acuesta -solo o en compañía de otros, como dicen los atestados criminales- y piensa durante la duermevela en el paso del tiempo, o en el partido de fútbol que acaba de ver, o en lo salada que estaba la cena de esa noche, está trabajando.

A menudo me sorprendo levantándome de la cama, cuando estoy a punto de quedarme dormido, para tomar unas notas con las que trabajar al día siguiente. En ocasiones, antes de que el disco del semáforo cambie de color, he de escribir a lápiz una idea en la página del periódico que llevo en el coche. A veces, mientras paseo, he tenido que dictar una nota de voz al teléfono móvil, y después se ha transformado en un aforismo, o en un artículo. Nunca se sabe dónde salta la liebre de la invención, el animalito de la escritura. Escribir cansa, porque no se descansa casi nunca de escribir.

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