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Ruido y cultura

Es un error afirmar que toda conducta es merecedora de respeto si forma parte de la cultura, sea cual sea, de la comunidad a la que pertenece quien la realiza

Ruido y cultura

La palabra «cultura» tiene al menos dos sentidos. En sentido antropológico es cultura cualquier conducta del ser humano que implique conciencia y voluntad, posea significado y sea considerada por el individuo una seña de identidad personal e integradora en la comunidad o el grupo al que pertenece. En principio, todo lo que posea esas características se considera cultura, sin que quepan valoraciones intelectuales, morales o de otra índole. Así podemos definir una determinada cultura prehistórica por el desconocimiento de la agricultura y la práctica del canibalismo, o la antigua cultura cartaginesa por el comercio marítimo y el infanticidio ritual. Todo lo que una comunidad reconoce como habitual, lícito y colectivo es por lo tanto cultura.

Sin embargo, existe otro sentido de la palabra «cultura», que es el habitualmente usado entre nosotros y que significa posesión de conocimientos, sensibilidad, buenas formas y modales, madurez intelectual y moral. Ambas acepciones de la palabra no pueden en buena ley equipararse, porque de ser así habría que admitir como equivalentes dos conductas tan dispares, por ejemplo, como asesinar a un misionero y luego comérselo en África, y asistir a una ópera en Viena.

Es por lo tanto un error, que puede cometerse de buena o de mala fe, el afirmar que toda conducta es merecedora de respeto si forma parte de la cultura, sea cual sea, de la comunidad a la que pertenece quien la realiza. Hay culturas que no respetan la pluralidad, la tolerancia, los derechos humanos fundamentales y las formas de convivencia y de respeto mutuo que han logrado darse, después de siglos, las sociedades avanzadas. Lo que en éstas sería una falta grave de sociabilidad, un delito o un crimen, puede y suele ser, en las sociedades primitivas, una seña de identidad, una costumbre e incluso un deber honroso.

En las culturas primitivas se cometen crímenes y aberraciones (esclavización de la mujer, destrucción de obras de arte, asesinato de los disidentes) no sólo con impunidad sino con ostentación y orgullo, y en ocasiones también en la nuestra (tortura de animales como diversión). No pretendo ocuparme de los aspectos más trágicos y penosos de la coartada cultural, sino de algo menos grave pero más frecuente, y a cuyo respecto se suele invocarla: el ruido.

El ruido tiene muchos defensores. Dejemos de momento a un lado a quienes se benefician de las actividades ruidosas al mismo tiempo que se ponen a cubierto, si pueden, de sufrirlas. Al margen de los partidarios del ruido lucrativo, hay quienes dicen creer de buena fe que hacer ruido es un indicio de jovialidad, de vitalidad y de autoestima.

Filippo Tommaso Marinetti, líder del movimiento futurista italiano de hace un siglo, y amigo y compañero de Mussolini desde los primeros pasos del Fascismo, afirmaba que las razas latinas tienen el divino don de odiar la inteligencia y amar el instinto, la intuición, la gimnasia, el puñetazo y el ruido. De ahí a la partida de la porra y la camisa negra no hay más que un paso, que Marinetti y muchos futuristas dieron. El descerebrado que se siente seguro de su personalidad y quiere afirmarla suele hacer ruido para hacerse notar, para poner de manifiesto que llama la atención porque merece ser admirado, y porque tiene derecho a ignorar la buena educación y el respeto, como cosa propia de los débiles. Circula a gran velocidad sobre una motocicleta, lleva al máximo los altavoces de su descapotable por las calles de la ciudad para que todos admiren su pelo rapado al cero y sus músculos. No son mejores los ejecutivos encorbatados que se meten hasta en el vagón supuestamente silencioso de los trenes para mantener por teléfono interminables conversaciones empresariales en voz alta.

El concepto de contaminación ha tardado muchos años en imponerse y diversificarse. Empezamos por la radiactividad y hemos seguido por el petróleo, los pesticidas, los gases de efecto invernadero, las pilas eléctricas, los plásticos? y finalmente el ruido. El ruido es basura acústica, suciedad que empuerca el oído. Quien golpea o secuestra a una persona está invadiendo su intimidad y su integridad corporal; quien hace ruido está asimismo invadiendo la intimidad de los demás, su atención, su pensamiento, su sensibilidad y su tiempo. El ruido ocupa y entorpece las facultades humanas, impide la concentración, la atención y el descanso, y puede producir tal grado de estrés que llegue a privar a las personas de autocontrol y las lleve al homicidio, el suicidio o la locura. Los edificios y los barrios sometidos a contaminación acústica quedan inmediatamente desvalorizados, un importante perjuicio económico que se añade a todos los anteriores.

Por eso en las sociedades avanzadas se promulgan leyes antirruido, se define en qué circunstancias y en qué grado es admisible el ruido, y qué responsabilidad social y judicial tienen quienes incumplen esas leyes. Obviamente, también se dota a los encargados de hacerlas cumplir de las instrucciones y la autoridad necesaria para que persigan, sancionen y lleven ante el juez a quienes delinquen en materia de ruido, como a los que lo hacen en cualquier otro ámbito.

La Ley 37/2003, de 17 de noviembre, dice fundarse en la protección de la salud, el medio ambiente y el derecho a la intimidad personal y familiar, según los artículos 18, 43 y 45 de nuestra Constitución y la directiva 2002 / 49 / CE del Parlamento Europeo. Las competencias reglamentarias, inspectoras y sancionadoras corresponden a las comunidades autónomas y los Ayuntamientos. Las sanciones incluyen multas hasta 300.000 euros, clausura de locales, cese de actividades y precintado de instalaciones, aparatos y máquinas. Dicha ley ha sido completada y desarrollada por numerosos decretos posteriores.

Valencia es en ese sentido una ciudad sin ley, en la que pública, reiterada y ostensiblemente se vulneran los derechos de los ciudadanos en materia de contaminación acústica. No me refiero a las festividades, amparadas por la tradición y reguladas para que las molestias que causan sean limitadas y controladas. Hay quienes opinan que todas las fiestas, sean las que sean, deben ser celebradas en el extrarradio de las ciudades. Nacieron hace siglos en comunidades semirrurales y con una dimensión muy modesta en cuanto a la ocupación, física y acústica, del espacio urbano; con el paso del tiempo han desbordado sus primitivas dimensiones hasta colapsar temporalmente la vida ciudadana. No entro en esa polémica, que está lejos de haber sido resuelta y en la que ambas partes tienen razones que aducir; pero por muy molestas que sean las festividades ruidosas, y lo son, alteran la vida cotidiana sólo unos días al año, y están tuteladas, cuando no directamente ejecutadas, por las instituciones.

Me refiero al ruido que se produce todo el año, sin control ni límite, por obra de particulares desaprensivos. En ningún lugar civilizado podrían campar por sus respetos; entre nosotros lo hacen porque las instituciones incumplen su deber de proteger a los ciudadanos, y porque las fuerzas de orden público ignoran la vulneración de la ley, que se produce a diario y en su presencia, y que es, entre otras cosas, una burla de su uniforme y lo que representa.

Los llamados «apartamentos turísticos» y los pisos de estudiantes son una constante agresión al bienestar de los residentes en los edificios y la vecindad en que están ubicados. Ruido y otras muchas molestias sin control y con la total impunidad de que disfruta el extranjero transeúnte, especialmente el visitante de corta duración. Parece ser que lo que se ha legislado y se piensa seguir legislando tiene la finalidad primordial de evitar que esos alojamientos se instalen en la economía sumergida y no paguen sus impuestos, y que no se sanciona como responsables subsidiarios a los empresarios y propietarios que no controlan el comportamiento de sus clientes. Impedir que sean una fuente de insoportables molestias para sus vecinos es una obligación tan importante o más que pagar impuestos. Una actividad molesta e insalubre, por lo tanto inherentemente insocial e ilegal, no queda legitimada por pagar impuestos o crear puestos de trabajo, pero ante algo tan evidente los tres poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) parecen estar ciegos en el ámbito municipal.

Los bares de copas y timbas se benefician del turismo de medio pelo que nos cae encima, como una plaga de langosta, todo el año, pero especialmente en verano. En las noches cálidas, los empresarios y clientes de esos establecimientos disfrutan del privilegio de hacer cuanto ruido quieran, hasta la madrugada. De las pandillas del botellón no hace falta hablar. Muchos establecimientos que venden ropa de moda o cualquier producto destinado a la juventud atraen a sus clientes difundiendo música (por así llamarla) a considerable volumen y a puertas abiertas. Cualquier pardillo que disponga de una motocicleta de pequeña o mediana cilindrada compensa su complejo de inferioridad circulando a toda velocidad y sin silenciador a cualquier hora del día y de la noche, y pasando como una exhalación delante del Ayuntamiento sin que nadie se inmute.

Los autobuses urbanos de Valencia son tan antiguos y obsoletos que durante la marcha, y especialmente cuando están en espera y al arrancar en las paradas, sus motores producen, de día y de noche, el ruido equivalente al de hormigoneras repletas de chatarra. Fuera del Tercer Mundo, los autobuses urbanos, especialmente los que circulan por el centro histórico, son eléctricos. ¿Qué credibilidad puede tener un Ayuntamiento, de cara a hacer cumplir la ley antirruido, cuando es el primero en incumplirla estrepitosamente en la prestación de uno de los servicios públicos más importantes entre los que tiene encomendados?

Ciertos espacios de la ciudad disfrutan del privilegio de instalar, tarde y noche, equipos de megafonía de gran potencia, a cuyo alrededor se toman copas y tapas; unas docenas de noctámbulos se distraen y alguien se beneficia del negociete. Retomando una frase de Churchill, nunca tan pocos han molestado a tantos. La fórmula se repite hasta la náusea, porque la falta de educación cívica se manifiesta libremente en todas direcciones. Ciertas asociaciones festivas o lúdicas disponen de locales no insonorizados que se dedican todo el año a la gamberrada colectiva, y que convierten en inhabitables los edificios en los que están situados. Lo mismo puede ocurrir cuando esos edificios albergan discotecas, bingos o gimnasios, estos últimos si difunden música rítmica a todo volumen para utilizar el baile enérgico como ejercicio.

La policía local y nacional tiene conocimiento y suele ser testigo de todas las infracciones de la legislación antirruido, y no actúa. Las denuncias que se presentan, orales y escritas, caen en el agujero negro del olvido y se arrastran durante años gracias a una desidia difícil de justificar. ¿Y por qué ha de ser denunciada una actividad manifiestamente ilegal para que un policía se dé por aludido ante ella? ¿Por qué no actúa por su cuenta y de oficio, como ante otras violaciones de la ley?

Una noche, hace años, vi a un grupo de gamberros vociferando junto a un altavoz, a pocos metros de un agente. Le pregunté por qué no los sancionaba, y me contestó que nadie había presentado una denuncia. Le pregunté entonces por qué sancionaba a un automóvil mal estacionado, aunque nadie lo hubiera denunciado. Dejo la solución de este enigma a la imaginación del lector.

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