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Empatía: Sus enigmas

Joan Halifax ha estado en Barcelona recientemente en un congreso sobre «Ciencia y compasión», justo cuando se cumplen cien años del trabajo de Edith Stein sobre la empatía.

Empatía: Sus enigmas

Leibniz insistió, como ningún otro filósofo, en la costumbre de detenerse y admirar las cualidades positivas de los demás, de las cosas del mundo o incluso de las situaciones adversas. Nadie le hizo mucho caso y hubo quienes se mofaron de él (la carcajada más sonora fue de Voltaire). A Leibniz siempre le interesó la filosofía china y seguramente no sabía (o sabía sin saberlo) que los budistas llevaban dos milenios investigando una cualidad fundamental de budas y bodhisattvas que la tradición sánscrita conoce con el nombre de karun? y que los ingleses traducen por compassion pero que en castellano sería mejor traducir como «identificación afectiva y cognitiva».

Recientemente he compartido mesa y conversaciones con Joan Halifax, activista, antropóloga y maestra zen. En los setenta Halifax colaboró con proyectos que utilizaban el LSD con fines terapéuticos junto a su entonces marido Stanislav Grof, desde entonces se dedica a entrenar a médicos, enfermeros y cuidadores que por su profesión se encuentran en un contacto permanente con el dolor y de acompañar el tránsito de los moribundos. Actualmente Halifax dirige el Upaya Zen Center de Santa Fe (New Mexico) y es parte del comité ejecutivo del Mind and Life Institute, una organización sin ánimo de lucro que investiga las relaciones entre la ciencia y el budismo.

Para Halifax, los dos grandes enemigos de la actitud compasiva son el miedo y la pena. El altruismo es uno de esos estados límite que puede ayudarnos y que también puede destruirnos. En sus palabras, la actitud debe ser de «frente abierta y espalda firme», y distingue la empatía de la genuina actitud compasiva (en el sentido inglés del término). La empatía tiene un aspecto somático (enfermamos junto al enfermo), un aspecto emocional (los clínicos quedan abrumados por las experiencias de sus pacientes) y un aspecto cognitivo (ver con los ojos de otro). Para Halifax, si no distinguimos claramente entre el «yo» y el «otro», si no establecemos correctamente los límites, corremos peligro. La empatía puede hacerte perder tu propio sentido moral. Mucha gente honrada de Alemania se dejó arrastrar por la empatía en su adhesión al Tercer Reich. Un psicópata puede utilizar la empatía para manipular a su víctima. Por un lado hace falta cierta apertura y resonancia, por el otro es necesario cierto distanciamiento. En un nivel somos uno con el otro, en el otro (meta) somos dos. Tan perjudicial puede ser objetivar al otro como sobreidentificarse con él. Y cuando lo que está en juego es un dolor profundo, hace falta un equilibrio exquisito para no quedar abrumado o sepultado. De ahí la tensión entre la integridad propia y el ultraje ajeno (algo que experimentan la mayoría de los españoles en el actual panorama político). El ultraje moral puede ser beneficioso en episodios breves si desencadena una transformación positiva, pero el ultraje moral crónico resulta devastador, nos enferma y nos hace odiar el mundo y la vida.

El planteamiento de la otra mujer de la que quería hablar es más metafísico que social y resulta indispensable para entender el anterior. Edith Stein, filósofa, mística y religiosa de origen judío, discípula del fenomenólogo Edmund Husserl, dedicó su tesis doctoral a la cuestión de la empatía. Un tema decisivo en una época en la que una forma perversa de la empatía erigiría la barbarie nazi, que acabaría arrastrándola al campo de concentración de Auschwitz.

El reconocimiento de la vivencia ajena es para Stein una fuente legítima de conocimiento. Vivenciarse a partir de otro, deslizarse en otro y reconocer sus estados de ánimo, es una forma de conocerse uno mismo y conocer el mundo. Pero el objetivo de la fenomenología (como en la cocina de autor) es la reducción a esencias. Edad, sexo, profesión, clase, nación, época son estructuras vivenciales generales a las que se subordina la estructura individual. El individuo se constituye mediante la participación en dichas esencias. ¿En qué consiste pues la esencia de la empatía?

Lo primero será reconocer los alrededores. Nos circunda un mundo físico y mental, cuerpos y almas, colinas, ríos, sociedades, ambientes, incluso nuestro propio cuerpo es parte de ese mundo exterior. Hay unos contornos que aparentemente nos separan del «exterior», y puedo dudar de lo que veo, pero de lo que no cabe dudar es de la vivencia misma de ver. Ese fue el punto de partida de Berkeley, la incuestionable experiencia de percibir, que hace suyo Stein. La esencia del otro será entonces dicha vivencia y penetrar en ella es el gran desafío que plantea la empatía. La sexualidad sería uno de los movimientos de acceso a dicho umbral, no siempre efectivo, pero que a veces puede suscitar cierta compenetración, y en ese sentido el óvulo fecundado es un efecto del arte de congeniar.

Pero no nos desviemos. Stein sigue la tradición idealista al afirmar que el mundo en que vivimos es más un mundo de vivencias que de cuerpos. Un mundo de ambientes espirituales más que de paisajes. El cuerpo vivo que piensa, siente y padece es el centro del universo. Esa es la geometría, extraordinariamente compleja, del mundo que habitamos. Ese yo que siente no es algo incorporado al mundo de los fenómenos sino su propio centro. Una perspectiva singular y única del universo, como diría Leibniz, más o menos luminosa, más o menos ofuscada, que se expresa en semblantes y actitudes, y que puede llamarse «originaria». El Origen está siempre presente en la vivencia, esa es su singularidad. Y la empatía es precisamente el reconocimiento y la aceptación de eso originario que hay en la vivencia ajena.

Todo esto está muy bien y estos vuelos metafísicos recuerdan a los de Jean Gebser y la filosofía india, pero como fenomenóloga Stein debe concretar la «esencia» de la empatía. Lo mejor en estos casos es un ejemplo: «Un amigo me cuenta que ha perdido a su hermano y yo noto su dolor -dice Stein-. ¿Qué es ese notar? Sobre lo que se basa, el de dónde infiero el dolor, sobre eso no quiero hablar aquí (la cara pálida y asustada, la voz afónica€). Lo que quiero saber es esto, lo que el notar mismo es, no por qué camino llego a él. [€] Ese dolor es vivencia originaria en el otro, pero no en mí, que simplemente contemplo la representación del dolor en el rostro y la voz del amigo. La empatía no es esa percepción externa. La empatía no es una idea, ni una imagen, se trata más bien de aprehender lo que es aquí y ahora, en el momento en que la siento». Lo primero será averiguar si la empatía es originaria como una vivencia genuina. Stein repasa formas análogas de la empatía, que también recurren a la «presentificación», actos mentales como el recuerdo, la fantasía o la espera. Pero la pregunta subsiste: ¿en qué sentido es la empatía originaria? Cada vivencia puede potencialmente ser originaria cuando se tiene conciencia plena de la misma, lo cual no siempre es posible, a veces uno debe poner el piloto automático, la misma vida psíquica lo exige.

Si recuerdo una situación alegre del pasado, ese recordar podría ser originario, pero su contenido (la alegría) no es originario. La no originariedad del ahora remite a la originariedad de entonces. En esa mirada retrospectiva el yo de ahora y el yo de entonces están frente a frente, como sujeto y objeto, no hay una coincidencia de ambos aunque compartan identidad, subsiste la diferencia entre el yo originario que recuerda y el yo no originario recordado. De ahí que el recuerdo revista siempre un carácter de duda o sospecha, nunca un carácter de ser. Y lo mismo puede decirse de la espera o de la fantasía. Mientras fantaseo no encuentro ninguna distancia temporal entre el yo que fantasea y el yo fantástico, pero el yo que crea el mundo de la fantasía es originario, mientras que el yo que vive en él es no originario. La experiencia de Alonso Quijano es originaria, la del caballero andante no.

Todo esto nos lleva a confirmar la idea de Bergson de que el genuino presente no alude a un ahora del tiempo objetivo, sino al ahora de la vivencia. Así pues, la empatía es originaria como vivencia presente, pero no lo es su contenido (ya sea un recuerdo o una fantasía): «Cuando aparece ante mí la tristeza que leo en la cara de mi amigo -explica Stein-, ella ya no es objeto sino que me ha transferido hacia dentro de sí; ya no estoy vuelto hacia ella, sino vuelto en ella hacia su objeto, en su lugar. Y sólo tras la clarificación lograda en la ejecución, me hace frente otra vez la vivencia como objeto». Y esa vivencia ajena se contrasta con la propia. «Y mientras vivo aquella alegría del otro no siento ninguna alegría originaria, ella no brota viva de mi yo, tampoco tiene el carácter de haber estado viva antes como la alegría recordada. Y mucho menos es mera fantasía sin vida real, sino que aquel otro sujeto tiene originariedad, la alegría que brota de él es alegría originaria, aunque yo no la vivencio como originaria. En mi vivenciar no originario me siento, en cierto modo, conducido por uno originario que no es vivenciado por mí y que empero está ahí».

¿Es posible la identificación afectiva liberadora? El caso del entusiasmo es claro. «Mi amigo viene radiante de alegría y me cuenta que ha aprobado su examen. Aprehendo empáticamente su alegría y en tanto que me transfiero dentro de ella comprendo la satisfacción del acontecimiento, y por ello tengo ahora alegría originaria propia». ¿Ocurre lo mismo con la tristeza? El hombre es capaz de cosentir, de aprehender la vida anímica del prójimo, pero cuando el vivenciar ajeno es trágico o desesperado, puede hundirnos. Halifax acierta al insistir en que la identificación afectiva y cognitiva no debería producir tristeza originaria: «frente abierta y espalda firme». Y ahí entra la maestría del equilibrio.

Los actos de empatía pueden fortalecer, la propia Halifax es un buen ejemplo, no hay más que verla. También liberan. Hace poco un científico afirmaba que leer novelas desarrolla las capacidades empáticas y lo mismo podría decirse de las demás artes. Veo una película, lloro las miserias del protagonista, me hago uno con él, cuando salgo del cine me encuentro liberado, descargado. ¿Por qué? Porque he experimentado deseos de otro que podrían ser los míos. He visto el deseo desde fuera, sin verme arrastrado por él. Esa es la magia de la representación.

El secreto enlace que sugiere la empatía apunta hacia un Origen, hacia una corriente indiferenciada del vivenciar desde la que, gradualmente, cristalizaron hacia afuera vivencias «propias» y «ajenas» (Plotino, Max Scheler). Sugiere una empatía preestablecida que hace posible que un espíritu entre en otro mediante la cordialidad.

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