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Obra

De Herodes a Pilatos

«La entidad de un pueblo no depende de su lengua». Eso opina Guillermo Carnero, uno de los grandes poetas valencianos actuales, para quien la polémica sobre la lengua es «el opio del valencianismo». En este trascendente artículo plantea la necesidad de reformular el proyecto identitario valenciano.

De Herodes a Pilatos

Antes de entrar en materia debo decir que mi punto de vista es estrictamente personal, y en consecuencia no me considero ni soy representante o portavoz de institución alguna. No pretendo ni espero obtener ningún provecho, ni estar en posesión de toda la verdad; pero sí articular algunas dudas que sería pretencioso no tener. A decir verdad, este artículo está escrito desde el pasado mes de abril; lo he ido dejando en el cajón con la esperanza de llegar a encontrarlo innecesario, pero no ha sido así. Quevedo escribió, en una conocida letrilla, que es necio esconder la verdad, aunque amargue. Más cuando no se tiene otra intención que conseguir la paz que depende del reconocimiento de la verdad.

En estos últimos tiempos he asistido con perplejidad a las reacciones que ha producido el proyecto de diálogo de la RACV con la AVL, y he tenido la sensación de estar en uno de esos momentos históricos en los que las posibilidades que ofrece el ecosistema político y cultural son incompatibles con la razón y la verdad. No parece haber más que un juego, con reglas insensatas y cartas sobadas y marcadas. Un juego reducido a sólo dos opciones, dos sofismas, dándoles el nombre que merecen. Primer sofisma: admitir el estrecho parentesco entre la lengua hablada en Valencia y Cataluña conlleva necesariamente respaldar la unión política entre ambas comunidades. Segundo sofisma: rechazar esa unión exige negar dicho parentesco. Lo cual es el desdoblamiento de un único y originario sofisma: suponer que la entidad política de un pueblo depende de su lengua.

Nunca ha sido más necesario decir lo que muchos conocen pero nadie reconoce: que esos sofismas son eco de los rancios eslóganes del nacionalismo decimonónico. El verdadero triunfo consistiría en cambiar de juego, en desmontar una oposición dual que acaba necesariamente en colisión estéril. En otro tiempo y en otro ámbito, Antonio Machado dijo que había dos Españas, y que sus contemporáneos iban a ser necesariamente víctimas de una o de la otra. Se equivocaba: iban a serlo de las dos, sin que importara a cuál de ellas se unieran. El juego estaba perdido antes de empezar si se jugaba a dos cartas, al haberse esfumado la posibilidad de una tercera.

En la España de hoy corren peligro la convivencia democrática y la estructura institucional del Estado por obra del separatismo, y el posible impacto del catalán en la Comunidad Valenciana produce, según los casos, adhesión o alarma. En esa tesitura conviene evitar la trampa de fundamentar las opciones ideológicas y políticas en un debate filológico.

A propósito de la relación entre ideología y Filología, antes de llegar a conclusión alguna sugiero al lector que reflexione un momento sobre las tres preguntas siguientes:

1ª) ¿Hubieran debido las colonias norteamericanas, cuando en el siglo xviii decidieron emanciparse del Reino Unido, basar su derecho a la independencia proclamando que el inglés de América era una lengua distinta del inglés británico?

2ª) ¿Hubiera tenido sentido, en 1938, que las democracias occidentales reconocieran el supuesto derecho de la Alemania de Hitler a invadir y absorber Austria, porque los austriacos hablaban una variante territorial del alemán?

3ª) Si Venezuela intentara anexionarse Ecuador o Perú, ¿deberían ecuatorianos y peruanos renunciar a su independencia porque el español de Venezuela, el de Ecuador y el de Perú son variantes territoriales de una misma lengua?

De esas tres hipótesis absurdas se deduce que la entidad de un pueblo no depende de su lengua. No demos importancia a las diferencias y semejanzas lingüísticas que nos unen a nuestros vecinos, o nos separan de ellos. En el siglo xvi, entre el castellano de Toledo y el de Sevilla existía gran diferencia, que no los convirtió en dos lenguas distintas. Los genoveses, los venecianos y los sicilianos de hoy, cuando echan a hablar, se diferencian entre sí más que nosotros de los catalanes, y no andan por eso a la rebatiña. Dicho en español de América, no se estrepitan por tan poca cosa.

En las facultades de Filología Románica de todo el mundo, en la comunidad científica internacional, se da por supuesto y se enseña que en Cataluña, Valencia, Baleares, Rosellón y norte de Cerdeña se hablan lenguas estrechamente emparentadas. Dado ese parentesco, puede ser objeto de debate el interpretarlo en términos de unidad, poligénesis, cronología, jerarquía o filiación. Un debate que tiene sentido en el terreno de la Historia de la Lengua, pero que a mi modo de ver es irrelevante desde un punto de vista sincrónico, y debe extirparse de la política.

La lengua no define la entidad ni la opción política de un pueblo: eso lo decide su voluntad, por razones más sólidas y en terrenos de mayor relevancia. Usar la lengua como ariete político es una torpeza o una añagaza demagógica de la peor especie. Como lo fue, hace poco, el intento de definir como señas de identidad del pueblo valenciano un catálogo de festividades, atracciones turísticas y curiosidades regionales. Si a mediados del siglo xix se hubiera preguntado a Víctor Manuel de Saboya o Garibaldi cuáles eran las señas de identidad de la Italia por la que luchaban, no habrían sin duda respondido que la mortadela, el Palio de Siena y la Virgen de Loreto.

La afirmación de la personalidad de la Comunidad Valenciana ha de desvincularse de la inconsistente fundamentación filológica que algunos le quieren dar. En primer lugar, las lenguas propias de Valencia son dos: el valenciano y el español, llamado inconstitucional y restrictivamente castellano. En segundo lugar, la voluntad política de los valencianos ha de ser independiente del hecho, filológicamente indiscutible, de que el valenciano forma parte de una familia de lenguas en la que se encuentra asimismo, entre otras, la de Cataluña. Ello no impide ni exige que el valenciano sea una variante regional del catalán, ni que proceda de Cataluña. Pero sí significa que es imposible sustentar científicamente una diferenciación distintiva del valenciano como lengua con respecto a la lengua llamada catalana.

Lo cual tampoco significa que la Comunidad Valenciana sea ni deba ser un apéndice o una pedanía política de Cataluña, ni seguirla en sus aventuras. Lo que Valencia quiera y pueda ser dependerá de su energía y su proyecto colectivo, en los ámbitos que verdaderamente importan: la industria, el comercio, la Banca y las infraestructuras, en resumen la capacidad de crear riqueza y el volumen de la actividad económica que la cree, todo lo cual concierne a los empresarios, a los financieros y a los industriales, y a la cultura que quieran y sepan financiar y mantener. Lo que un pueblo sea y haya de ser puede serlo en cualquier lengua, y puede tener una lengua propia y hasta única, y no ser en ella nada. ¿En qué estado se encuentran en Valencia la Banca, la industria pesada, la siderurgia, las comunicaciones terrestres y la actividad portuaria, o los agravios históricos en materia de financiación? ¿Por qué hemos de acabar en el nivel más bajo de la actividad económica, dependiendo del sector servicios y de un turismo estacional y de entidad y continuidad inseguras?

Renunciar a la utilización política de la Filología será siempre aclarar el horizonte, llamar a las cosas por su nombre y desactivar un arma llamada a sembrar confusión, ocultar las cuestiones de verdadera importancia y hacer daño, no importa en qué manos esté y qué forma adopte. Donde hay pasión no hay ciencia, dijo en otras palabras Galileo. Más si esa pasión lleva a eludir los verdaderos problemas y esconder la cabeza en la arena, donde se encuentra la zaragata de la lengua, que ha sido y es el opio del valencianismo.

Pregúntese Valencia cuáles son sus carencias y aspiraciones en términos de economía y política, y qué le conviene cambiar o mantener. La respuesta, sea cual sea, será siempre discutible, pero una cosa es cierta: no depende de la morería valenciana medieval, de Jaime el Conquistador ni del Compromiso de Caspe; tampoco de un repertorio de peculiaridades lingüísticas morfológicas o gráficas. Respetemos las emociones de quienes se extravían por amor a su lengua materna, pero sin asentir a las creencias que las sustentan. El amor no lo justifica todo; hay quienes no están a la altura de su amor. A quien argumente que la lengua ha de ser usada como defensa contra quienes la usan como agresión, le respondería con un proverbio budista: «No permitas que tu enemigo sea tu maestro». El proyecto cultural, económico y político de Valencia no ha de ser rehén de su Historia ni de su lengua. De Valencia, del País Valenciano, de la Comunidad Valenciana o del ex Reino de Valencia, que tanto da: son denominaciones equivalentes e intercambiables. Acabemos con el secuestro de las palabras; tras él vienen otros secuestros peores. Y quienes rechacen el separatismo deberían proclamar su adhesión a la Constitución y al Estado, en vez de andar con la lengua de un lado a otro, como escarabajos peloteros.

Por otra parte, se calcula que existen unas cinco mil lenguas activas en el mundo actual. Para un filólogo la extinción de una lengua es una catástrofe, como para un biólogo la de una especie animal, ya sea el lince de Siberia o un diminuto escarabajo.

Pero al mismo tiempo es indiscutible el hecho de que sólo unas cuantas de esas lenguas funcionan como instrumentos universales de cultura y comunicación, y que renunciar a conocerlas y manejarlas es un suicidio, para los individuos, los pueblos y las naciones. Quienes estén sumergidos en aguas territoriales de corto alcance podrían ahogarse si no salen a respirar una o varias lenguas internacionales de cultura. Las lenguas minoritarias suelen tener más pasado que futuro; se las puede reanimar enchufándolas al dinero público, a los planes de estudio y a una legislación y reglamentación coactiva.

Nadie debe ser obligado a renunciar a su lengua materna, ni privado de los instrumentos y los medios para conocerla y utilizarla. Pero lo que ocurre actualmente en Cataluña, extender una lengua minoritaria entre aquellos que ni la conocen ni la quieren, «sumergiendo» en ella, mediante la fuerza o la astucia de los castigos y las recompensas, a estudiantes, funcionarios y profesionales, es un estéril ejercicio que no vale el esfuerzo realizado por quien es obligado a hacerlo, o demasiado joven para saber que lo está siendo. Cuanto más eficaz sea la llamada «inmersión», más destructivos serán sus efectos. Habrá engañado a generaciones de jóvenes, cobayas de un estéril voluntarismo político que primero impone una exigencia artificial y luego pretende justificarse aduciendo la necesidad de superarla.

Cuando una sociedad totalitaria asume el objetivo de imponer una única lengua que considera identitaria, se abre un amplio territorio para el arribismo, el oportunismo y la manipulación. Por ejemplo, se puede imponer un currículum que desaliente la adquisición de méritos científicos, subvalorándolos en relación a los tocantes a la lengua impuesta; o crear, junto a las glorias literarias regionales, un panteón de seudoglorias de última hornada cuyas obras se convierten en comercialmente viables al imponerlas como lectura obligatoria en la enseñanza, donde encuentran un mercado cautivo. En resumen, falsos valores y metas ilusorias, en detrimento de la excelencia y la calidad.

La llamada «inmersión» subvierte internamente los valores intelectuales, científicos y profesionales, actúa como un repelente de mucho de lo que enriquece viniendo de fuera, y pone a quienes la sufren en inferioridad de condiciones. Inferioridad no sólo en el mundo global en que vivimos, sino en cuanto se abandonan la mentalidad y el territorio de la comarca y de la aldea. Como ejercicio de patriotismo mal entendido, son sus víctimas quienes no disponen de medios para huir del sistema de educación pública. Quienes los tienen pueden saltar las tapias del redil local como profesionales, igual que antes las saltaron siendo estudiantes. Y desde lejos ven a sus compatriotas menos afortunados dar vueltas a la noria llenando la alberca donde los políticos oportunistas llenan el botijo.

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