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Incultura democrática

VIvimos un tiempo de referendos fallidos. Hace bien poco y en el mismo día, la noticia del fiasco del fin de la guerra contra las FARC en Colombia y la noticia de la deslegitimación de la política antirrefugiados del primer ministro ultra Orbán en Hungría: dos acontecimientos de signo contrario, uno a favor de continuar el conflicto civil, otro en contra de iniciarlo. Algún tiempo antes tuvimos la noticia del triunfo del Brexit en Gran Bretaña y la del fracaso del plebiscito catalán: otros dos acontecimientos de signo opuesto, el primero a favor de la disgregación política, el segundo en contra de la misma. No quiero enjuiciar estas decisiones -aunque creo que mi opinión queda suficientemente clara- sino reflexionar brevemente sobre el carácter fallido de todos estos referendos. En los cuatro casos el margen por el que la decisión popular (¿) se decantó en un sentido o en otro fue mínimo, de un puñado de votos o, como en Hungría, por falta de quórum. Dicen que esta es la servidumbre de la cultura democrática. Me permito dudarlo: más bien de la incultura democrática.

A ver si nos entendemos. Desde la revolución francesa la soberanía, que otrora se encarnaba en el trono por supuesta delegación divina, pasó al pueblo. Esto representó un gran avance, pero tuvo el efecto de trasladar la decisión del ámbito de una persona al de millones. No es lo mismo. Es muy improbable que el rey o el emperador tomase sus decisiones en un pronto alocado, que metiese a su pueblo en una guerra o que partiese el territorio del reino por una corazonada, sin haberlo meditado antes largamente y debatido con sus consejeros. Se supone que los votantes de los referendos actúan tras una deliberación parecida, pero todos sabemos que no es así. Los ciudadanos llevamos nuestra vida, generalmente achuchada, y lo que nos llega de los problemas es el eco apagado -y a menudo manipulado- de posiciones tras las que a menudo se esconden intereses que no son los nuestros. Por citar solo los cuatro ejemplos de arriba, me pregunto qué habría pasado en Colombia si no hubiese habido un resentimiento profundo de Uribe contra Santos, en Hungría si la política económica de Orbán no hubiese fracasado, en Gran Bretaña si Cameron no hubiese intentado apuntalar su incompetente gestión haciendo de aprendiz de brujo y en España si no hubiese estallado la crisis económica más grave de su historia moderna junto con un rosario de escándalos de corrupción que obligaron a los gallitos de la clase política de Madrid y de Barcelona a sacar pecho para disimular.

Referendo, en latín referendum, viene de REFERRE, «consultar», e implica simplemente un procedimiento para saber qué piensa la gente en un momento dado, no una toma de decisiones. Claro que en una democracia los representantes del pueblo deben estar a su servicio y, por lo tanto, seguir sus indicaciones. Pero las indicaciones de todos los consultados. Cuando un bar de carretera hace la cuenta del día y comprueba que ha vendido doscientos bocadillos de jamón y cien de tortilla, por lo que tiene que tirar otros cien de tortilla que se quedaron sin vender, ya se cuidará de atender a este referéndum diario y hacer al día siguiente doble número de bocadillos de jamón que de tortilla. Así hasta que cambie el gusto del personal. Pues en política lo mismo. Los votantes somos veleidosos y vamos cambiando de idea, pero de nuestros políticos se espera que se acomoden a nosotros, no que nos intenten imponer comecocos que, con demasiada frecuencia, les interesan a ellos y muy poco a nosotros. Eso es democracia y todo lo demás son cuentos. Si un referendo da como resultado que un poco más de la mitad de los consultados prefiere una cosa y un poco menos de la mitad, otra, no se puede legislar solo para los primeros porque los perjudicados se acabarán yendo al bar de enfrente. Más vale prevenir que curar: ¿y si hicieran bocadillos de tortilla con jamón?

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