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Obra

Dylan a pesar del Nobel

Antonio Cabrera subraya la creación musical y literaria de Bob Dylan, cuya trayectoria, en recurrentes fintas heterodoxas, no puede simplificarse, pues estamos delante de un artista de enorme densidad

Dylan a pesar del Nobel

A nuestra capacidad de admirar parece legítimo exigirle que se avenga a algún distanciamiento impulsado por la razón y el sentido común. Así debe ser al menos en el terreno de las apreciaciones estéticas. Ocurre que las entregas absolutas, las veneraciones fanatizadas, también ante los grandes clásicos, terminan perdiendo buena parte de su verdad valorativa y pasan a convertirse en adhesiones a cuya base hay argumentos caducados las más de las veces, cuando no deformados e incluso pervertidos por carencia de la vitamina del análisis sereno. Si además esa perversión se obceca en rendirse ante un artista vivo y controvertido, entonces lo risible puede enseñar no sólo las orejas.

Sé, por tanto, que me pongo en un brete al confesarme admirador sin reservas de Bob Dylan. Pero como no quiero verle las orejas ni siquiera al lobezno de la burla o de la ironía piadosa, enseguida diré que mi sin reservas, además de sincero, está justificado por mi parte a través de razonamientos que se han venido exigiendo a sí mismos una revisión permanente. Digamos que nunca he querido ser ciego ante Dylan, pero que después de mirar y mirar, de oír y oír, de leer y leer, no he encontrado en él nada reprochable desde el punto de vista de la eficacia estética -de la alta eficacia estética-, que es lo que en definitiva importa. Por si esto fuera poco, siempre me ha atraído el personaje, a quien considero forjado con timidez, seguridad y sabiduría. Y con desapego auténtico hacia la idolatría a la que lo someten los demás, por más que muchos puedan tildar eso de fingimiento egotista.

No insistiré en el carácter decisivo y superior de su aportación a la música popular del siglo xx. Apuntaré nada más a las relaciones artísticas que Dylan ha mantenido consigo mismo, señal de su irrefutable genio creador. Cuando bien podía haberse limitado a explotar su mito inicial, a la manera de un patético Elvis Presley, o a administrar el filón de los dólares según el refinado y calculador modo en que lo hacen los Rolling Stones, Dylan escogió, por el contrario, respetar a Dylan en mucha menor medida que lo hacemos nosotros sus incondicionales, de resultas de lo cual hemos quedado atrapados en la red cambiante de este artista complejo.

Estas cosas se evidencian, por ejemplo, al analizar el tratamiento que él mismo ha dado a sus canciones a lo largo del tiempo. La autocomplacencia no ha existido nunca en la conducta musical de este hombre delgado y proteico. Y aunque hay quien le acusa de haber destrozado su repertorio porque cada vez realiza versiones más difíciles de reconocer de sus temas, incluidos sus temas emblemáticos, esta queja, para mí, no es sino otra muestra de la ofendida religiosidad con que bastantes dylanianos se alejan de Dylan.

No han captado la que a mi juicio constituye una de las claves de su arte: sus canciones, las de siempre y las nuevas, son para él materia constante, y no reverencial, de trabajo; las somete a presión, desmenuzamiento, distorsión o esfumado, y consigue dotarlas así de nueva plasticidad y fortaleza. Yo veo en Bob Dylan -y aquí manipulo el conocido juicio que sobre él emitió Leonard Cohen- a un Picasso de sí mismo.

Circulan varias imágenes de este raro juglar de nuestra época. Hay una muy superficial, la de los menos conocedores de su figura, que lo tienen por autor de una sola canción, Blowin´ in the wind, en su día adoptada como himno pacifista y con el tiempo, hasta hoy mismo, entonada en toda reunión parroquial junto a otras melodías bienintencionadas. Otros, allá por los lejanos sesenta, quisieron llevar su persona y su obra a extremos políticos beligerantes, para lo cual no dudaron en convertirlo en una especie de profeta de una vaga revolución; vieron mensajes cifrados dentro de las imágenes caóticas, de aire visionario, con las cuales tantas veces el muchacho de Minnesota dio contenido a sus composiciones. Otros, en fin, lo llamaron traidor no sólo por no haberse ajustado a ese emblema ideológico creado para él por sus seguidores más alucinados, sino también por abandonar la solitaria guitarra acústica e imprimir a su música el énfasis eléctrico del rock´n´roll. Añádanse para acabar los que no le perdonan, porque les rompe esquemas simplones, su periodo cristiano. En conjunto, todos estos tipos de acólitos sólo han visto símbolos en las letras, en la obra y en la persona de Dylan. No parecen haber entendido -pues a los mitos únicamente los aceptamos si no nos desconciertan con mutaciones- que se comporta como lo que es: un creador único.

Un creador de verdad, de los históricos. Que se dedique a un tipo de música de transmisión y consumo popular -aunque sin convertirse en comercial- no ha sido obstáculo para que sus canciones hayan adquirido rango de arte perdurable. Bob Dylan rompió el molde de la extensión al escribir -esto no es trivial- piezas de más de diez minutos, y revocó el simplismo o mejoró la sencillez del folk y del rock aportando el ingrediente con el que se cocina el arte, que no es otro que la densidad, pero no entendida como complicación gratuita ni como ausencia de fluidez: Dylan es denso porque en sus canciones hay sustancia, alimento -donde los versos no son salsa sino vianda fundamental- que pide ser degustado y digerido por el receptor con mayor conciencia de la acostumbrada, en el modo adulto en que se aprecian las cosas hondas, las cosas bellas.

Ahora aparece la Academia Sueca y le concede el Nobel de Literatura. Una decisión así aumenta tanto el interés como la confusión. Defiendo que Dylan es un poeta que canta. Quizá él mismo no pretenda ser poeta en sentido estricto, pero lo es. Lo sitúo en la línea literaria que transitarían Whitman, Rimbaud, Dylan Thomas, los beat y en general el lirismo presente en la mejor narrativa norteamericana. Cualquiera que lea composiciones como Desolation Row, Visions of Johanna, Sad-Eyed Lady of the Lowlands, Shelter from the Storm, Idiot Wind, y las más recientes Standing in the Doorway, Tryn´ to Get to Heaven, Not Dark Yet, Highlands, Mississipi o Workingman´s Blues, entre tantas otras, apreciará una calidad literaria sostenida, continua, demasiado infrecuente en el gremio de la música popular contemporánea.

La cuestión parece centrarse en si merecía un premio tan definitivo por la contribución literaria de sus letras. Resulta difícil responder. No considero, en cualquier caso, que semejante reconocimiento suponga demérito o desgracia para la poesía tomada en su presentación ortodoxa, ni para la literatura en general. No estamos ante un cantautor sin más. Dylan, lo reitero, es un artista complejo, de una calidad excelsa y de una trascendencia, por la irradiación de su influjo, innegable. Para mí no hay duda de que su complejidad lo salva. Estoy seguro de que él preferiría que le hiciéramos caso a su obra pero de tal modo que al mismo tiempo la -y lo- dejásemos en paz. También eso es difícil. De muy pocos puede decirse que son grandes a pesar de sus seguidores. E incluso a pesar del Nobel.

*Escritor y profesor de Filosofía

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