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Aquellos epistolarios

Cuando decimos que ya no se escriben cartas, solemos querer decir que ya no las escribimos nosotros, y que sospechamos que ya no las escribe casi nadie. Cuando decimos «nosotros», en referencia a la sospecha de que ya nadie escribe cartas, solemos apuntar a los escritores. Pensamos que los escritores ya no mantienen aquellas correspondencias legendarias que antes mantenían algunos.

A decir verdad, tampoco eran tantos los escritores que alimentaban antes la pasión epistolar, entendida como un género literario hipotético. Digo hipotético, porque, aunque las cartas, en principio, no están ni estaban destinadas a publicarse, no hay apenas correspondencias de interés que no se mantengan con cierta vocación literaria.

En los siglos pasados, hubo grandes escritores que cultivaron la manía epistolar, y grandes escritores que sólo fueron corresponsales esporádicos. Si uno lo piensa con detenimiento, una de las cosas que más asombra de las grandes correspondencias es que se pudiesen escribir: que los escritores, además de escribir sus novelas, sus ensayos, sus artículos de prensa, sus diarios, sus poemas, sus libelos antimonárquicos, contaran con las fuerzas y el humor para escribir, en ocasiones, miles y miles de cartas que han dado lugar a epistolarios con miles y miles de páginas.

Aquellas generaciones contaban con más fuerzas que nosotros, y disponían de menos distracciones de la atención. Cuando se hacía de noche, uno de los entretenimientos fundamentales era escribir en francés a un colega ruso, a la luz de una palmatoria, para contarle nuestros progresos en la novela que nos traemos entre manos; o a una amante parisina, para informarle de qué le haríamos en ese momento, si no nos trajésemos entre manos una novela. (Algún día habrá que hacer balance de cuánta buena literatura se ha perdido por culpa de las distracciones de la gran ciudad, del mundo moderno, de la tecnología. Para el cultivo de ciertos géneros literarios, no hay nada que inspire tanto como el aburrimiento de las ostras perlíferas).

Lo que más admiro en los grandes epistolarios (en Flaubert, en Madame de Sevigné, en Faulkner, en Léauteaud, en Salinas) es, por lo común, su impureza: su mezcla de lo trascendente con lo doméstico, de lo espiritual con lo mercantil, de la velocidad de lo biográfico con el tocino de lo filosófico. Las cartas literarias tienen a menudo su mayor interés en lo poco que hablan de literatura.

Me imagino que habrá quien todavía escriba cartas de las de antes, cartas manuscritas y enviadas en un sobre con sello. Hay gente que sabe vencer la pereza y que no aprecia las aparentes ventajas informáticas. Algún día saldrán a la luz, como saldrán a la luz, seguro, correspondencias -llamémoslas así- electrónicas. Las recopilaciones de cartas siempre tienen algo de naturaleza arqueológica, y la arqueología es una actividad funeraria: trata de reconstruir los pasos de los vivos con las huellas que han dejado los muertos.

Envidio los grandes epistolarios aquellos, y también, algunas noches, aquel tedio desconocido e incomprensible que empujaba a mantener grandes epistolarios.

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