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Chema López, memoria de luz

Chema López, memoria de luz

Cuando le preguntaron al escritor argentino Ricardo Piglia a principios de los años ochenta sobre los temas que definían su obra, negó directamente que la literatura fuera una cuestión de temas y subrayó que, de haber una constante, ésta no sería temática sino técnica: «he tratado de construir mis relatos a partir de lo no dicho, de cierto silencio que debe estar en el texto y sostener la tensión de la intriga». Y profundizó más en su respuesta hablando sobre la conformación del enigma, los límites del lenguaje y el arte de lo implícito. En este sentido -como señaló Jorge Carrión-, en la obra de Piglia no existen los hechos sino que todo son versiones, es decir, el ruido de las distintas maneras de contar la misma historia o hacer referencia a un mismo suceso.

Lo que nos trae hasta aquí es la última colección de pinturas de Chema López (Albacete, 1969) que, reunidas bajo el título de Blanco nocturno -una cita directa a la novela del mismo título de Piglia-, adquieren una resonancia doble de especial madurez en su ya consolidada trayectoria.

Por un lado, despliega todavía más su particular factura en blanco y negro documental abundando en la coyunta entre cuadros, dibujos y recursos murales (por otra parte siempre presentes) que le permiten un amplio registro de las calidades de la imagen, de la historia del arte, la fotografía o el cine a los libros, los lemas de la propaganda y la reproductibilidad técnica, un serio destilado pop. Y por el otro lado, el fundamental realmente, subraya con estas últimas obras la verdadera constante técnica de su pintura que no es otra que contar a través de los cuadros una historia dándole forma de enigma, armado por partes: versiones, referencias, citas, mitos, cargas de profundidad; la historia de todo eso que no se ha dicho (y que se enreda en silencio sobre el tapiz del resto de historias), de eso que queda implícito en las imágenes, su ilusión, y que Chema López -como buen ladrón y copista, parafraseando su ensayo al respecto- maneja en una cuidada selección para abocarnos al pozo profundo del sentido y los límites del lenguaje: lo que no se dice, lo que no se cuenta sino que se muestra, lo que se ha pintado, es el triunfo de la verdad sobre la realidad -sobre los hechos, como escribirá Emilio Renzi en su diario.

La verdadera constante técnica en la obra de Chema López es esa, mantener alta la tensión de una intriga que -citando a E. H. Gombrich- nos cuentan las imágenes, todas las versiones del archivo de la Historia. Esa tensión viene siendo continua de cuadro a cuadro, de exposición en exposición (alto voltaje en las últimas entregas), y hace tiempo que ha puesto la pintura de Chema López en un lugar muy relevante de nuestro panorama artístico contemporáneo, sin duda alguna.

Por eso me disculparán que no les cuente la exposición ni el final. Vayan a verla y pongan a prueba los cuadros; vayan a verla como si fueran a ver la película de su vida para acabar mirando directamente al proyector -como si fueran Nicholas Ray-, interrogándose por el poder de las imágenes. Vayan y siéntanse como la liebre paralizada ante la intensa luz de los faros de un coche en medio de la noche más oscura del mundo: un perfecto blanco nocturno.

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