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Prohibido el lloriqueo

A la literatura hay que llegar bien llorado de casa. Bien entristecido, bien dolido, bien vapuleado por la vida privada de cada cual, bien emocionado. Incluso, si nos ponemos estupendos, bien humillado por las circunstancias históricas, por la visión catastrófica del mundo que se profese. De esa manera, uno no sufre la tentación de convertir las páginas del libro que está escribiendo, en un pañuelo con el que enjugar sus lágrimas.

Hay quien cree que la emoción es un ingrediente culinario, una especia sentimental que se puede añadir, a gusto del cocinero, en la olla podrida de la escritura, el azafrán con el que se da sabor a las palabras, cuando las palabras nos han quedado sosas. Y nada más alejado de la verdad. La emoción jamás es un añadido de patetismo exterior a lo que se cuenta y a cómo se cuenta, sino el resultado al que nos conduce la eficacia verbal del texto, gracias a la contención de los recursos emocionales, y a la dosis adecuada de elementos afectivos.

Las prohibiciones tienen mala fama, pero constituyen un subgénero muy útil de la pedagogía universal. A la hora de ponerse a escribir, está prohibido el lloriqueo. Están prohibidos los alaridos, los gemidos, los suspiros, los vagidos. El patetismo es uno de los grandes pecados mortales que no debe permitirse el escritor, porque incurre en eso que los preceptistas llaman la «falacia patética»; es decir, en la mentira de la sobreabundancia sentimental.

Un caballero debería marcharse de este mundo sin haber utilizado jamás los signos de exclamación. Sin haberse servido de las interjecciones. Sin haber inventado un personaje que se pasee entre las lápidas de los cementerios, al claro de luna, pensando en los desprecios de su amada cruel. Hay cosas que no se hacen. Hay cosas que no se escriben. Por amor propio. Por respeto a los maestros antiguos. Por higiene colectiva.

El lector puede llorar lo que quiera con el libro que está leyendo, si las páginas lo conducen hasta ese grado de la emoción. Las lágrimas lectoras son catárticas, medicinales, y, en algunos casos, obligatorias, pero llegaremos a ellas sin trampas lacrimógenas, sin engaños teatrales, sin aspavientos trágicos. El cacareo de la efusiones y los énfasis sólo inspira carcajadas de conmiseración literaria, que es el peor de los sentimientos que uno puede inspirar.

Reconforta ver a los que pasan de puntillas sobre las brasas, sin quemarse, sin quemarnos, a los que no adjetivan apenas, porque no juzgan, porque viven dos palmos por encima de la fiebre de ciertos temperamentos.

A la hora de escribir, lo primero es mantener la compostura. Dignidad, por favor. El estilo siempre es una actitud ante los acontecimientos, ante las conmociones de la experiencia propia y ajena, además de una determinada elección de las palabras y de cómo deben combinarse.

El mejor epitafio que se puede labrar sobre la tumba de un autor es el siguiente: No derramó ni una lágrima escrita, pero hizo derramar muchas lectoras.

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