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Antonio Gilabert, o la excelencia sedentaria de lo clásico

Antonio Gilabert, o la excelencia sedentaria de lo clásico

Gilabert tuvo la fortuna de realizar las obras más monumentales de su tiempo, como fueron la iglesia de las Escuelas Pías (1767-1772) y la remodelación neoclásica de la Catedral de Valencia (1774 en adelante). Al lado de estas obras surge también en su trayectoria arquitectónica una constelación de iglesias parroquiales, capillas o colegios, entre las que sobresale la iglesia de la Natividad de Turís (1767-1777). Director de la sección de Arquitectura de la Real Academia de San Carlos, Antonio Gilabert fue el mejor intérprete del tránsito que, en la segunda mitad del siglo xviii, se realizó desde la gran tradición clasicista valenciana de cuño novator, a la modernidad de la arquitectura que personifica la creación, en el año 1768, de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos.

Gilabert, durante más de dos décadas, fabricó el suntuoso vestido clásico de la Catedral de Valencia sobre el originario núcleo medieval a tono con el rumbo ilustrado y académico que requerían los nuevos tiempos. Movilizó pulcros y educados ordenamientos clásicos de pilastras por todo el interior del templo catedralicio, entonces un complejo enjambre de espacios litúrgicos. Concibió el cimborrio medieval como una gran cúpula, con un tambor articulado por columnas y arcos, asentado en una peana y sorteado por galerías que permitían gozar de la mirada interior y exterior del templo. Levantó capillas laterales generadoras de focos lumínicos concebidas con una rutilante belleza clásica. Hizo suyos numerosos registros clásicos que convirtió en leitmotiv de su arquitectura, como la peculiar articulación de arcos del orden corintio con pedestales de Vincenzo Scamozzi. Tanto en los frentes de las naves como de la girola se valió de este recurso para estructurar -con una complejidad de lo clásico nada común- el gran espacio catedralicio. Como en la iglesia de nueva planta de Turís, donde también exprimió este motivo, un orden mayor aloja otro menor de pilastras adosadas cuyo capitel concluye en un riguroso trozo de entablamento que recibe el arco.

Es bien sabido que esta Catedral se arruinó lastimosamente hace unos treinta años para sacar a la luz parte de su faz gótica. Acaso marca, sello, del dilema arquitectónico, hoy admiramos estas porciones de antigüedades neoclásicas esparcidas por la actual catedral embargados por una reciclada poética de la ruina, no muy lejana de la que debieron de sentir los contemporáneos de Gilabert ante otras antigüedades clásicas más pretéritas.

La rotonda de las Escuelas Pías

La otra obra de envergadura de Antonio Gilabert que mejor permite aquilatar su personalidad, y que aún subsiste, es la iglesia de las Escuelas Pías de Valencia (1767-1772). Aunque trazada inicialmente por el arquitecto José Puchol, fue proyectada de nuevo y construida por Gilabert, imprimiéndole un claro aspecto de «rotonda», según modelos de la antigüedad clásica. Con su amplio ámbito decagonal, de 24’35 m, emula desde un creativo sedentarismo el templo de Minerva Médica en la planta y, sobre todo, el Panteón de Roma en el alzado interior. Es, desde luego, la invención arquitectónica más contundente que desde la cultura valenciana se hizo de modelos extraídos de la Antigüedad.

Fue promovida en la década de los sesenta por el culto arzobispo Andrés Mayoral (1685-1769), hombre poseído por el mordiente de la arquitectura, inclinación sin duda exaltada hasta el punto de evocarnos el comentario de Fray José de Sigüenza a propósito de los impulsivos afanes de Felipe II en la construcción de El Escorial: «quien no ha fabricado no podrá entender cuán grande deseo es este». Hombre de su tiempo, Mayoral creó un temprano Museo de Antigüedades y patrocinó excavaciones de villas romanas en Valencia. Acaso este clima cultural y anticuario del propio Mayoral explique las directrices compositivas de este monumental mausoleo en forma de rotonda que es el templo de las Escuelas Pías, un caso bastante precoz en el panorama de la arquitectura española.

Erigida para perpetuar la memoria de escolapios ilustres y exaltar la misión educativa de la orden, este templo logró una atmósfera de plenitud clásica nunca vista en Valencia. Aún en la actualidad, cuando entramos en su interior, súbitamente nos vemos inmersos en su dilatado campo visual. Bajo su poderosa cúpula, tan majestuosamente ingrávida, pronto nos atrapa el esplendor de lo esférico, esa estructura cilíndrica salpicada por miniaturizados motivos palladianos en el primer cuerpo o por el despliegue columnario entre pilares del segundo piso al modo del Panteón de Roma, todos ellos bañados por brillos y penumbras, y, desde luego, con esa peculiar elegancia estucada de lo clásico que caracteriza a Gilabert. En el centro del pavimento aún puede verse la lápida sepulcral del padre escolapio Felipe Scio de San Miguel, sin duda antesala simbólica del subterráneo abovedado donde se encuentran los nichos de los miembros de la orden.

La aparatosidad sepulcral que inspiraba este templo, sin duda contribuyó a que durante las primeras décadas del siglo xix fuera el marco escenográfico preferido por las instituciones para celebrar exequias fúnebres con motivo de óbitos regios e ilustres, tal como lo retratan diversos grabados. Es posible que fuera en estas ocasiones cuando la iglesia debió mostrar la más cabal expresión de la honda impronta neoclásica de su arquitectura.

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