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Obra

El bosque grunge de Savage

El bosque grunge de Savage

El mal sueño americano se sumerge en un escenario de costumbrismo sucio, como si los acicalados figurantes de los cuadros de Edward Hopper se convirtieran en ciudadanos sin techo; ya no solitarios sino acabados, ahítos de una mediocridad vital que los hace sombras de sí mismos. Así los cuatro o cinco personajes de la última entrega de Sam Savage, el beatnik cibernético, con aspecto de Tolstoi, nacido en Carolina del Sur; acuarelas ácidas de la deep America; con un ánimo rebelde y desafiante, suficientemente elaborado como para resultar un fenómeno literario, que ha cubierto de gloria a su editor y descubridor español, Seix Barral, que apostó por él hace nueve años (con la novela Firmin) y ganó.

En la novela, un protagonista muy excéntrico. Un personaje atípico y desaliñado al que le gustan los puzzles, como el kafkiano individuo de la novela de Georges Perec, La vida instrucciones de uso (1978). Y con la misma sangre fría que Perec, pero con muchas menos páginas que el francés, Savage escribe con minuciosidad el penoso cotidiano de un viejo chocho de vuelta de todo.

Nada de filigranas ni hipérboles, la vida tal y como es; las enseñanzas de Hemingway vueltas del revés; antihéroes. Los amargados ojos del narrador no dejan lugar a dudas: te voy a llevar por un terreno resbaladizo donde no vas a saber lo que va en serio y lo que no. De paso, te explico por qué despliego mi nihilismo a raudales, adobado con un malditismo que es una mirada maliciosa sobre los barrios de clase media yanqui, la grisura vital de sus vecinos, el aislamiento, la falta de cariño, el resentimiento y la soledad.

Un poco deprimente el relato de Savage contra el stablishment. Algo huele muy mal y la literatura disidente está para contarlo; amargarnos la fiesta: sus antipáticas disquisiciones sobre la derrota. El viejo lema del artista y ciudadano fracasado, derrotado de antemano, cuyo discurso masoquista, de mal gusto, áspero y cortante como rebaba de metal, es una respuesta al optimismo obamiano del we can; Savage replica: we cannot. Y tras la cadencia de un cuentito casero -una esposa feota y con rulos, que es contrapunto saleroso al deprimente narrador resentido-, Savage deja caer sus letales y agónicas gotas de arsénico literario. Si no fuera por su aspecto decimonónico y tolstoiano podríamos creer que es un punki renacido. No future.

El artista frustrado de la novela, que es incapaz de tramar nada más coherente que sus necesidades fisiológicas, nos deja caer sus referencias: dinamiteros como Artaud, Breton, Dostoievski€, como cuñas europeas y civilizadas metidas en el cutre doméstico yanqui. Un manifiesto contra la presunta felicidad, eso es lo que leemos en este libro, a cada página más incómodo, y sin embargo, difícil de abandonar.

«Los que parecen felices, los que tienen por virtud de su éxito social, comercial o artístico (€) son las personas más desdichadas que hay. De hecho, la felicidad profesional de estas personas las priva del nimio solaz que de otro modo pudiera derivárseles de una exhibición pública de su desgracia. Tiene que haber muchos casos en que la felicidad solo sea posible sobre la base de algún tipo de enfermedad mental».

Toda la artillería pesada del escritor sureño -antiguo profesor de filosofía y mecánico de bicicletas- contra la línea de flotación del american dream.

Sam Savage escribe de forma sutil; hace calentarse la cabeza a su protagonista, un tipo viejo, frustrado y un poco apestoso, sobre la América de las pistolas, de los suicidios. Un personaje que escribe en papelitos sueltos, que luego reúne con desaliento y sin propósito; un tipo muy raro, que lamenta la muerte de su perro y describe malamente la aversión que siente por su parienta, la mujer americana de las comedias sureñas.

Savage combina visiones costumbristas en un ambiente grunge, con reflexiones y sentencias de americano progresista, harto de estar rodeado de blancos y protestantes. Y es imposible no acordarse de DeLillo, su colega y contemporáneo, que también abunda en el pudridero yanqui, si bien de forma más sofisticada. Es una narrativa que se sitúa en las antípodas de novelistas tradicionales, de grandes argumentos, como el gran Cormack McCarthy, que tuvo su momento de gloria gracias a la película de los Coen (No es país para viejos) pero queda rápidamente superado por esta nueva cosecha de narradores que intenta simplificar las cosas.

Savage hace dictar teoría literaria a su personaje cuando pontifica sobre el relato fragmentario, tan de moda: «Un relato es como un sendero por el bosque. Está marcado por una serie de señales, como flechas indicadoras que dicen ´por ahí´ (€) A veces, imaginé, desesperadamente, pienso ahora, otra modalidad de relato, más ajustada a nuestro tiempo, un relato que sería el propio bosque, sin sendero que lo recorriese».

El camino del perro es un libro que se deja leer -es saludablemente corto- aunque con la mosca tras la oreja. Muchos dirán que es puro artificio. Es una literatura del desasosiego, de la desesperanza; y refleja muy bien el mundo bélico y espeluznante en que vivimos, escondidos en la vida cotidiana.

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