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El último destello

El último destello

Hay edificios que de forma casi generalizada aceptamos fuera de lugar: un hotel enorme en plena playa y en un paraje protegido, por ejemplo. Otras construcciones parecen no haber sido concebidas para su destino, con los consiguientes problemas: véase estaciones de metro sin lugar donde colocar la señalización o patios de butacas desde donde no se puede visualizar el escenario. Las hay que acaban constreñidas e incluso empequeñecidas conforme su entorno ha ido creciendo. Y finalmente, las que critican un determinado hecho como el de nuestro primer ejemplo, tal como hizo el noruego Per Kirkerby en la localidad de Plan, Huesca, situando unas construcciones en ladrillo de cara vista en aquel hermoso e inmenso valle. Menos en este último ejemplo, y lo decimos sin demasiada convicción por el retrato dan duro que hace del apego español por alicatarlo todo, en ninguno de los demás casos esas edificaciones debieron ser construidas.

Ocurre lo mismo con las personas. Las hay que con el tiempo y de forma generalizada hemos acabado por darnos cuenta de que nunca debieron gestionar nuestras vidas, ocupar un puesto de responsabilidad, llegar donde en ese momento se encuentran gracias a unos votos o las buenas intenciones de unos pocos, las relaciones personales, utilizar a las personas o cualquier otra razón válida que ustedes puedan pensar. Lo cierto es que les han colocado donde hoy se encuentran. Se trata de individuos que saben moverse en las aguas que convenga y no nos cabe la menor duda de que son listos e incluso trabajadores. Avanzan a pasos agigantados e inesperadamente, o no tanto, entre unas aguas y otras y de contacto en contacto, se van alumbrando unos engendros de los que solamente somos conscientes cuando quedan abiertamente ante la vista cuando alcanzan el poder, el lugar para el que han estado trabajando y han sido puestos. Y para entonces ya es demasiado tarde.

Antonio Fernández Alvira (Huesca, 1977) con una estupenda teatralidad artística constriñe en el espacio de la galería Tactel el inicio de una construcción. No es su espacio, apenas se le puede rodear, no es fácil la comunicación visual con el objeto, resulta demasiado grande, demasiado todo y demasiado nada. Decimos todo porque invade el espacio, porque no permite otros elementos con los que podría dialogar, porque su presencia es totalitaria y rotunda. Nada porque no llega a ser algo en concreto. Llegamos a distinguir el papel y la madera, dos elementos claramente asociados y compatibles, amables y cálidos; nos seducen los tonos claros, el olor incluso que desprende el aglomerado, las astillas, la disposición de la construcción, y nos vamos acercando atraídos como si del fulgor de un faro estuviéramos hablando. Y lo cierto es que podríamos pensar que estamos ante el cascarón de un buque, aunque como aportaba una de las espectadoras (desde aquí mis disculpas por escuchar conversaciones ajenas) ella «veía» los restos del coro de una iglesia. Es la maravilla del arte contemporáneo, las muy diversas y acertadas interpretaciones a las que puede dar lugar.

Lo cierto es que se trata de un arco de triunfo caído, el símbolo del poder, de la conquista de otros pueblos por los suelos. Nos hallamos contemplando restos y no una construcción mal ubicada que se nos puede venir encima en cualquier momento y aplastarnos como habíamos pensando al principio. Y es entonces cuando nos invade el sosiego. Se trate de los restos de un barco o de un antiguo arco de triunfo, nos da igual, alguien acabará por venir a por él y llevárselo, evitará que acabe de formarse, de actuar, de manejar nuestras vidas. Antes de que pueda hacer más daño y utilizar en su propio y único beneficio a las personas; alguien se ha dado cuenta que ese no es su espacio ni su lugar ni su tiempo. Es el último resplandor de algo que nunca debió ser.

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