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Vida y muerte de Ana María Matute

Ana María Matute durante una conferencia impartida en 2011

Si leen ustedes esta edición de Los hijos muertos tendrán la ocasión de disfrutar de una magnífica novela de Ana María Matute, sin duda, pero con un regalo añadido: el trabajo de los valencianos José Mas y María Teresa Mateu. No sólo es un buen estudio sobre esta obra, tan ameno como riguroso, sino de algún modo, y por añadidura, una pequeña biografía del atractivo personaje que fue nuestra gran escritora. Porque si bien en su mundo de realidades fantásticas o fantasías reales, Ana María Matute anduvo sola y escarbando por dentro, el fallecido poeta y profesor, José Mas, ciego, contó en su trabajo con una colaboradora como María Teresa Mateu, su mujer, y tuvo siempre en ella una cómplice y una compañera de batalla que vivió con el poeta y profesor su propio mundo y lo compartió con la misma pasión y con igual talento. Que los dos leyeran y releyeran con tanta minucia una obra de Matute como Los hijos muertos nos permite ahora entrar más que en una honda reflexión sobre la muerte, que también, en lo que llaman estos autores de ese estudio previo a la obra, describiendo la muerte misma, «un espectáculo incomprensible» al que describen como «grotesco, fascinante y aterrador». A la muerte dedican la mayor parte de su estudio Mas y Mateu, pero no olvidan la infancia, la injusticia y el odio o el ansia de huída y el amor como asuntos fundamentales de una obra tan singular como la de Ana María Matute.

Y claro que, como estudiosos con rigor de esa obra, repasan las singularidades técnicas que a unos profesores como ellos ni pueden serle ajenas ni dejar de transmitírselas al lector; es lo que haría todo buen pedagogo. Pero lo más admirable de este extenso estudio que precede a la lectura de Los hijos muertos es poder comprobar en él que hay dos lectores, llenos de emoción y capacidad de goce, que tienen el acierto de transmitir ese entusiasmo y lucidez de comprensión, y hasta diría que de complicidad con la autora, tanto a los que quieran volver a la lectura de Los hijos muertos como a aquellos que descubran por primera vez la obra singular de una de nuestras más importantes novelistas de toda la historia de la literatura española contemporánea. Pero es que, además de profesores eficaces y buenos lectores, capaces de transmitir la experiencia de tales, en el trabajo de Mas y Mateu descubrimos a dos eficaces narradores que al hablarnos de una obra han conseguido construir otra por sí mismos. Es decir, que el lector cuenta con una luz para entrar en la luminosa obra de Matute, pero que esta no es únicamente la de dos críticos que se explican, sino la luz de los creadores de un relato autónomo. Y ese relato posee la misma llaneza y sencillez con que Ana María se contaba a sí misma y a su obra. Eso sí, ella lo acompañaba de la picardía y hacía de su discurso nunca deseado por su parte un gozo para quien la escuchaba. Así ocurrió en Alcalá de Henares al recibir al fin el Premio Cervantes. Mientras hablaba con sencillez bajo el púlpito universitario al que no subió, pensaba yo de qué modo había llevado con ella su infancia del pueblo de La Rioja donde fue más feliz hasta el colegio de monjas madrileño, quizá el que tan prodigiosamente describe en Paraíso inhabitado, o a su precoz vida literaria de Barcelona. Lo suyo era una lección de vida contada con la franqueza y el humor con que Matute lo contaba todo y esa lección de vida queda hermosamente descrita por Mas y Mateu en su elaborado estudio.

Me ha permitido pues este trabajo de la pareja valenciana recordar ahora las Memorias del editor y escritor, Ignacio Agustí. Cuenta en ellas que un buen día se presentó en su despacho una joven novelista que no quería firmar con su nombre y buscaba un seudónimo. La nueva autora se llamaba Ana María Matute y ya entonces intentaba ser otra, como no se les escapa a Mateu y Mas señalar en su estudio. Venía de los armarios de su casa, donde solía encerrarse para imaginar mundos distintos en la oscuridad y disfrutar a la vez del olor a la madera que luego reconocía con placer en la viruta y en los desperdicios de la carpintería, tal vez recuperando uno de los olores del bosque. Y aunque desmintiera a veces a unos o aclarara algo a otros, cuando ella hablaba de su obra no teorizaba, contaba, como bien se analiza en el ensayo del que venimos hablando. No lo hacía con los materiales del crítico sino con la experiencia de la creadora, algo que igualmente se explicita muy bien en el trabajo de Mas y Mateu.

Y parece de acuerdo ella con Milan Kundera cuando dice que la teoría de un novelista ha de ser siempre ágil y placentera, «conservando celosamente su propio lenguaje, huyendo como de la peste de la jerga de los eruditos». Matute era poco amiga de andar explicando las cocinas literarias, y menos de emplearse a justificar su propia narrativa, pero las lecturas de los otros sí que las apreciaba y estoy seguro de que hubiera celebrado mucho las de sus amigos, Mas y Mateu, de haber podido llegar a leer la brillante edición de Los hijos muertos que ahora nos ofrece Cátedra. Ella, ya por pereza, no quería dar conferencias en los últimos años; se subía a un estrado con alguien que le preguntara, y la sometiera a eso alguna vez, y contestaba. Pero si uno no la hubiera visto ni escuchado jamás, sólo con leer a aquella narradora del bosque -donde habían brotado, según ella, todos los libros- sería fácil imaginarla como era: una niña. Mas y Mateu lo explican muy bien. Y no porque la narrativa de Matute sea autobiográfica -sólo en su novela Primera memoria lo es un poco, y excepcionalmente, y también en Paraíso inhabitado hay algo así como un resplandor de autobiografía- sino por lo que respondió un día en El Escorial, donde yo la escuchaba, cuando le volvieron a preguntar hasta qué punto su obra era autobiográfica. Contestó que ella está en todos sus libros. A todos ellos les es aplicable lo que el propio Proust dice En busca del tiempo perdido: «En esta novela no hay un hecho que no sea ficción». Porque, en efecto, en todos sus libros está Ana María Matute; está su memoria transformada, la que da entidad, según ella, a lo que llamamos realidad. «Una memoria modificada» en los manuscritos que coloreaba con rotuladores hasta convertirlos en mapas de un sueño para entenderse mejor con ellos. De esa memoria viene la niña que siempre hemos visto en Ana María y hasta la que, por querer ser otra, deseó incluso ser niño, que de la infancia también se habla con minucia en el libro que nos ocupa.

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