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Una lección de vida

Una lección de vida

De nuevo vuelve a sorprendernos Elisabeth Strout con un sencillo y profundo relato: Me llamo Lucy Barton, un texto no muy extenso que parece no decir gran cosa, pero cuando se reflexiona sobre él, vuelven las sensaciones en las que nos hemos visto inmersos durante su lectura, señal inequívoca de que es una de esos libros que dejan huella. Una historia en la que, aparentemente, no hay nada trascendente, con pocos personajes, tan sólo dos protagonistas y todo lo que les circunda: sus anhelos, sus pesares, el peso del pasado€, sin embargo, una mirada atenta percibirá todo lo que la autora nos dice de una sociedad, de un país, de un tiempo.

Me llamo Lucy Barton, nos cuenta la estancia de Lucy en el hospital, en un postoperatorio en el que se han presentado algunas complicaciones. Su madre está con ella durante cinco días, en los que charlarán sobre conocidos de la infancia de Lucy, en una pequeña localidad de Illinois. Las conversaciones parecen siempre desarrollarse en la penumbra, sólo bajo el fondo de luz que emite la iluminación del edificio Chrysler cercano al hospital. Hablan bajo, parece que no se dijeran apenas nada, no hay mucho que contar, pero al final de esos cinco días el lector tendrá un retrato penetrante de la vida en una pequeña localidad rural de una familia con muy pocas posibilidades económicas. En la América de la abundancia, en la que todo es posible y cualquier ciudadano puede llegar a ser presidente, hay personas que viven en el umbral de la pobreza. Y aunque parte de lo que describe Elisabeth Strout de la infancia de Lucy Barton parece remitirnos a la América de la crisis del 29, lo cierto es que nos habla de un tiempo no muy lejano.

De la pobreza y la miseria en Estados Unidos se habla poco, Kentucky, por ejemplo, es un estado en el que la pobreza y el paro son prácticamente una enfermedad crónica. La autora nos remite a ese mundo en el que las necesidades más básicas no se cubren, nos habla de frío y de hambre, pero eso no es lo peor. Ser un desposeído no es sólo no tener nada y carecer de comida o bienes materiales, lo peor de esa situación es no recibir ni cariño, ni aprecio, que los vecinos o los compañeros del colegio se rían de tu circunstancias o te ignoren, lo peor es que la austeridad de la vida, no deje ni siquiera sentir el afecto de los padres, incapaces a su vez de mostrarlo por tener que lidiar con la dureza de su existencia. La madre de Lucy Barton no puede mostrar los sentimientos, convive con un marido al que le atormenta su pasado en la guerra por lo que hizo, no sabe decirle a su hija que la quiere, el día a día es tan duro que no se tiene tiempo para los sentimientos y esa sensación no se borra nunca€ «al recordar ahora aquellos primeros años, a veces me da por pensar que no estaba tan mal. Quizá no. Pero otras veces, inesperadamente, cuando voy andando por una calle al sol o contemplo la copa de un árbol doblándose con el viento o veo un cielo de noviembre encapotarse sobre el East River, me invade de repente un conocimiento de la oscuridad tan profundo que puede escapárseme algún sonido de la boca, y entro en la tienda de ropa más próxima para hablar con cualquier desconocida sobre la hechura de los jerséis recién llegados».

Lucy Barton es un personaje poderoso, su historia es la de alguien que sale adelante y logra desvincularse del pasado, aunque siempre esté con ella; llega a ser escritora y tiene dos hijas a las que intenta dar todo el cariño que ni ella, ni sus hermanos recibieron y a modo de lo que la propia autora quiere contarnos, con esta y otras de sus historias, en el relato introduce a una escritora que imparte talleres y da conferencias, a través de ella Elisabeth Strout verbaliza todo lo que hay detrás de su propio proceso de escritura: «ella dijo que su trabajo como escritora de ficción consistía en dar a conocer la condición humana, en contarnos quiénes somos, qué pensamos y qué hacemos». Leyendo atentamente sus escritos, comprobamos que es así, los personajes, sus vicisitudes, sus grandezas y sus miserias, son para esta escritora norteamericana la almendra del relato, el epicentro de sus historias, pero no porque desarrolle la psicología de sus personajes, sino porque los pone a actuar, en la vida y en escenarios cotidianos, entre miles de asuntos que ocupan y ocurren a la mayoría de la gente. Por ello sus personajes tienen siempre tanta fuerza. Así era la increíble Olive Kitteridge, la profesora de matemáticas en el Instituto de una pequeña localidad de Maine que Strout nos da a conocer en trece magníficos relatos, con los que ganó el Pulitzer en 2009. No es de extrañar que el retrato que nos ofrece de los diferentes personajes atrajera a la HBO para hacer de ello una serie con la que ganó ocho premios Emmy en 2015. Extraordinaria la interpretación de Frances McDormand en el papel de Olive, extraordinario y rico personaje, lleno de matices, con toda su aparente acritud, nos desvela a un ser humano en toda su profundidad.

Me llamo Lucy Barton es completamente diferente en el tono y contenido de Olive Kitteridge, pero tiene también el atractivo de mostrarnos la complejidad del alma humana con todos sus claroscuros, sus emociones, su vulnerabilidad, sus fortalezas y eso hace que sus historias resulten tan atractivas al lector porque nos vemos reflejados en esos personajes, en sus sentimientos, sus dudas, sus pesares y sus alegrías. Elisabeth Strout nos abre una ventana al mundo de personajes sencillos que encierran toda la complejidad del ser humano, nos habla del dolor y de la vida, con una extraordinaria economía del lenguaje, en un texto lleno de elipsis y silencios, pero que resultan absolutamente gráficos, cómo si ante el lector se estuviera pasando toda una secuencia fotográfica, cada página parece el retrato de un sentimiento, cada frase el objetivo preciso de una imagen. Me llamo Lucy Barton arrasa, es otro de esos libros más vendidos que llenan los anaqueles de las grandes librerías. ¿Cómo es posible que una historia en la que no hay nada de trepidante, ni aventuras, ni en la que parece pasar nada, pueda calar tanto? No parece sencillo, pero lo cierto es que, la reflexiva Lucy, luchando desde la cama de un hospital por comprender su pasado, e intentar dialogar y entender a su madre, tiene la capacidad de sumir al lector en ese estado de melancolía y cansancio que a veces se siente cuando se está saliendo o inmerso en una enfermedad o en una situación de crisis, en esos momentos en los que pasa ante nosotros todo lo que fuimos o dejamos de ser, todo lo que lloramos y perdimos, todas las buenas sensaciones que permanecen en nosotros. Lucy es sencillamente humana, un personaje que a pesar de la melancolía y las carencias que envuelven su pasado nos da toda una lección de vida. Sin duda alguna, una buena lectura para encarar el invierno.

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