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El peligro amarillo

N­o me gusta hablar de mi trabajo como profesor universitario ni mucho menos aprovechar esta columna para exponer ante el público valenciano cuestiones internas de la institución. Sin embargo el tema del que quiero hablar hoy desborda ampliamente dicho marco y, además, tiene profundas implicaciones culturales, así que por una vez haré una excepción.

La cosa tiene que ver con los chinos, mejor dicho, con la lengua china. ¿Y esto qué relación guarda con la cultura española? -se preguntarán. Pues bastante. Fue nada menos que Cervantes, en la dedicatoria a la segunda parte del Quijote, quien escribió, medio en serio, medio en broma, lo siguiente: «[...] y el que más ha mostrado desearle [el libro] ha sido el gran emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, diciéndome, o por mejor decir, suplicándome se le envíese, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote». Cervantes ya intuía que en el futuro los chinos estarían interesados en aprender español y los hispanohablantes en aprender chino.

Bueno, pues el futuro ya está aquí. En casi todas las universidades españolas es habitual que proliferen los alumnos chinos. De hecho las facultades de Filología de distritos como Granada, Salamanca, Alcalá, Sevilla, Alicante, Santiago, Barcelona o Complutense de Madrid, entre otras, prácticamente resuelven sus problemas económicos acogiendo a cientos de estudiantes chinos mientras envían a sus alumnos a las grandes universidades del inmenso país de oriente. Es el signo de los tiempos y de la globalización. Por desgracia, siempre hay una excepción que confirma la regla. ¿Lo adivinan? Sí, me duele decirlo: se trata de Valencia. Quiero destacar que los últimos equipos rectorales de la Universitat de València han sido sensibles a esta necesidad acogiendo un Instituto Confucio muy prestigioso en la sociedad valenciana. Pero este es solo el primer paso. La cooperación científica y económica entre un país modesto y un gigante no puede reducirse a que los niños y los bachilleres del aquel aprendan la lengua de este. Sin una especialidad universitaria que se erija en embajada cultural de la potencia emergente, los mayores esfuerzos se quedan a medio camino. En todas las grandes universidades españolas existen especialidades de Estudios de Asia Oriental, pues no se puede esconder la cabeza en un agujero y vivir como vivían nuestros abuelos para los que China solo evocaba oscuras enfermedades infecciosas conocidas como el peligro amarillo. ¿Por qué habría de ser la nuestra una excepción? Peor aún: según parece, se corre incluso el riesgo de que la modesta presencia de optativas, reducida a dos profesores y medio, desaparezca también. Y desde luego no es un consuelo que esté a punto de pasar lo mismo con otras dos grandes lenguas mundiales, el ruso y el árabe, en nuestra universidad histórica del cap i casal. ¡El árabe! ¿Pero no se han enterado de que Ar-rusafí no es un bar de Ruzafa, sino que era un poeta antepasado nuestro, y de que la catedral fue antes mezquita?

Es la gota que colma el vaso y por eso traigo el asunto a colación. Yo no tengo nada que ver con los estudios de chino, aparte de colaborar en la formación de doctorandos por encargo de la Shanghai International Studies University (SISU). Así que me limito a expresar mi perplejidad ante lo que sucede en Valencia. Extrañeza, por cierto, que me han significado muchas veces los responsables de SISU, deseosos de estrechar lazos con nuestra universidad y con nuestra comunidad autónoma, hasta ahora infructuosamente. ¿Será que en Valencia seguimos teniendo miedo del peligro amarillo? ¿Y así queremos que las Fallas sean patrimonio inmaterial de la humanidad? Las lenguas también son un patrimonio inmaterial y uno de cada cuatro habitantes del planeta habla chino. Conque aplíquense el cuento.

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