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El lapicito

De un tiempo a esta parte, algunos de los más jóvenes y afamados representantes de la vetusta política nacional (esa que se pretendía nueva, igual que los poetas adolescentes suelen descubrir la novedad de enamorarse), aparecen en público con un lapicito entre las manos. Con un boligrafito. Siempre.

Los pillen donde los pillen las cámaras de televisión, componen la figura, blanden el lapicito y comienzan a hablar con parsimonia colegiada, como si se hubiesen tomado todos cincuenta miligramos de Trankimazín en el desayuno.

Si acuden a un debate con los candidatos de otros partidos, tienen el lapicito totémico entre los dedos. Si los entrevistan en los pasillos del Congreso de los Diputados, sacan el lapicito de la mochila y recitan su parlamento con más o menos énfasis sociológico. Si la cadena de televisión conecta en directo con sus casas, aparecen sentados en su estudio, empuñando el lapicito filosofal.

Los jóvenes políticos parece que hacen mucho caso a los gurús expertos en la comunicación no verbal. Esos gurús, además de interpretar las ventajas demoscópicas de una coleta, o de una camisa despechugada, o de una corbata de color rojo, recomiendan no extralimitarse, por ejemplo, en el número medio de parpadeos por minuto que un español en edad plebiscitaria está capacitado para soportar.

Los más conspicuos asesores de imagen han descubierto el poder hipnotizador que posee sobre la ciudadanía el lapicero. No sólo se trata de un utensilio para mantener las manos ocupadas, sino de un símbolo de prestigio laboral. Si este chico acostumbra a hablarnos con candor y firmeza acerca de los verdaderos problemas de los españoles, es porque se pasa el día reflexionando y tomando apuntes sobre los verdaderos problemas de los españoles.

Mientras otros se dedican a amasar esa masa en la que luego les pillaran las manos, los jóvenes airados hacen circulitos en el aire con su lápiz orquestal, como si dirigiesen el coro de la escuela, o señalan de una manera inconcreta hacia delante, apelando a la complicidad de sus espectadores.

El lápiz constituye un emblema de la honesta profundidad intelectual de su dueño. Ahora que todo el mundo trabaja con ordenadores, ahora que no podemos detenernos a pensar con hondura sobre ningún asunto, ahora que ha desaparecido la lentitud como concepto filosófico, los muchachos del lápiz nos emplazan a tomar el cielo por asalto, ese cielo que me tienes prometido.

Lo del lapicito es un asunto de estilo literario en el ámbito de la vida diaria, de decoración política en el universo de lo cotidiano. Y ya se sabe lo sensibles que son las masas a los cambios decorativos, porque de lo contrario no se explicaría el éxito planetario de los muebles de Ikea.

En otro tiempo, un lapicito servía para hacer sumas y restas en la libreta del cole, o para escribir la lista de la compra, o para dibujar durante las clases de Educación Plástica, en nuestro bloc de papel Canson, alguna alimaña taxidérmica.

Sin embargo, ahora resulta que el lapicito constituye un método subliminal para arengar a los jóvenes y jóvenas, a los inscritos y las inscritas, a nosotros y a nosotras.

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