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Cucharaditas y atracones

He observado, tomando como ratones de laboratorio, para mi análisis, a mis amigos y conocidos, además de todo aquello que sabemos sobre los grandes escritores por sus biografías, que existen, a grandes rasgos, dos métodos de escritura. El primero es el de las cucharaditas, y el segundo es el del atracón. (También existen los que se atracan de cucharaditas y los que se atracan de atracones, pero no dejan de ser variantes hiperbólicas de los patrones iniciales de conducta.)

Algunos escritores escriben sus libros gota a gota, poco a poco, media página hoy y media mañana, y media más al día siguiente. Así hasta que las medias páginas sistemáticas suman las páginas completas del libro que se traen entre manos. Los cucharaditos son familiares de la hormiga de la fábula, laboriosos, incansables, y suelen tener una idea funcionarial del destino: algo que ocurre a todos, siempre y cuando ocurra a la hora debida, de siete de la mañana a dos de la tarde, con media hora de descanso para tomarse un café, fumarse un cigarrillo mirando por la ventana y regresar al despacho para seguir limando el adjetivo calificativo antepuesto.

Para el oficinista de la escritura (que puede ser, con respecto a la escritura, un genio o un sencillo oficinista), una novela de mil páginas consiste en el trabajo realizado durante dos mil sesiones de media página cada una.

El otro gran grupo zoológico de escritores es el del atracón, el de la panzada. Sus partidarios pueden pasar semanas y meses, incluso años, sin escribir una palabra nueva, y de repente, desde el instante en que se saben en disposición de sentarse ante el papel, o la máquina de escribir, o el ordenador, se entregan como posesos a la redacción de su obra, doce o trece horas al día, durante varios meses seguidos. Los de la desmesura, los del vómito literario, conciben la escritura como un tropiezo existencial, algo que debe ser hecho cuanto antes, para poder proseguir con otros aspectos de la vida.

Mis cábalas metodológicas no tienen nada que ver con la calidad de los resultados. Con el mismo procedimiento, se puede escribir una obra maestra o un bodrio de imposible digestión. Pero me interesa cómo se administran algunos la droga de la literatura, droga en su recto sentido, aquello que cura y que puede matar.

La dosis lo es todo. Para el escritor y para el lector, en la vida y en la obra. La dosis es la misma sustancia de ciertos asuntos. Unas cuantas gotas de más, y el poema se convierte en un churro lacrimoso. Unas cuantos pellizcos de más con la sal, y la novela se transforma en un expediente de plomizo costumbrismo pornográfico. La dosis no es sólo un asunto de cantidad, sino la calidad del asunto.

Como creo que el cristianismo ha depositado en todos los occidentales una brizna de mala conciencia acerca del trabajo, y nos hemos tragado aquello del sudor de la frente y el pan, procuro ser un escritor hormiga, un secuaz de las cucharadas. Alguien que sueña con darse el atracón del zángano, y escribir al dictado de la pura inspiración, en tres o cuatro noches, el libro definitivo.

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