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Misión contarlo todo sobre «la guerra secreta»

Max Hastings desmitifica el mundo de los espías y narra los ardides bélicos del último conflicto mundial.

Misión contarlo todo sobre «la guerra secreta»

Extraordinario narrador con un pie en la historia y otra en el periodismo, Max Hastings abandona el frente de batalla que tan bien exploró en sus obras maestras sobre las dos guerras mundiales y se infiltra en el mundo apasionante de los espías, códigos y guerrillas en La guerra secreta. 1939-1945 publicado en España por Crítica (824 págs.27,90€). Hubo casos innumerables de heroísmo anónimo. También de errores garrafales. Nos han llegado mitificados por el cine y la literatura los casos de los servicios secretos occidentales pero Hastings demuestra que los mayores fiascos se produjeron ahí mientras que los nazis eran fieras cifrando y descifrando, y los soviéticos demostraron una capacidad inmensa para ejecutar planes precisos y contundentes, aunque entrar a fondo en esta parte tiene el insalvable obstáculo de unos archivos que Moscú mantiene cerrados a cal y canto.

El paranoico Stalin se encargó de cargarse la mejor red de espionaje tras la guerra. Otro estadista, Winston Churchill, apreció desde el principio la importancia de la inteligencia y puso en marcha el engranaje de Bletchley Park, donde mentes privilegiadas abandonaron las aulas para intentar descifrar los códigos de Berlín.

Dificil misión acudir a todas las fuentes. Los japoneses, por ejemplo, «se deshicieron del grueso de sus ficheros de inteligencia en 1945 y lo que ha llegado hasta nosotros continúa inaccesible en Tokio, pero el testimonio de los veteranos de posguerra ha resultado de gran valor».

Circulan por las prietas líneas del libro partisanos yugoslavos y rusos, agentes del SOE británico y de la OSS estadounidense, episodios asombrosos como las operaciones de comandos, el desencriptado de los mensajes codificados por la máquina nazi Enigma, espías tan famosos como Sorge, Canaris o, sobre todo, Kim Philby, el pluriempleado agente inglés del MI5 que también le sacaba rublos a Moscú.

Pero todo empezó antes. Europa era un paraíso para el espionaje en la década de los 30, las embajadas parecían congresos de agentes secretos. No se libraban España ni Estados Unidos a pesar de tener como perro guardián al temible Hoover. Cuando estalló el conflicto, los espías pasaron a ser protagonistas en las sombras. Hastings prescinde de la imagen romántica que novelas y películas han dado de ellos para mostrar con su habitual precisión y rigor sus acciones y reacciones, su personalidad sin adornos, sus miserias y virtudes. El autor, que cubrió once conflictos armados como corresponsal y se deja de monsergas épicas y patrioteras, destaca sobre todo a esos héroes sin estatua ni hagiografía que (ni mucho menos medallas) como el matemático Bill Tutte, un eslabón fundamental en la victoria final por conseguir, solo con sus conocimientos y sin empuñar un arma, que los aliados tuvieran información de primera mano sobre las comunicaciones alemanas.

El teniente general Albert Praun, último jefe de señales de la Wehrmacht, escribió tras la derrota: «Esta moderna y fría guerra de las ondas se mantuvo siempre viva, en todas sus facetas, aun cuando los cañones callaban».

Sostiene Hastings que el 99% de la información que consiguen los servicios de inteligencia no sirve de nada pero el uno por ciento restante sí. Y mucho. Y a quienes la obtienen dedica el autor un libro que, lo advierte pronto, va «sobre algunas de las personas más fascinantes que participaron en la Segunda Guerra Mundial», una «cohorte de hombres y mujeres que jamás llegó a disparar un arma». No todas las batallas se desarrollaban bajo techo: «Los aliados también llevaron a cabo campañas terroristas y de guerrilla en las zonas ocupadas por el Eje donde disponían de los medios necesarios para ello: las operaciones encubiertas cobraron una importancia sin precedentes».

Hastings dedica mucho espacio a los movimientos rusos porque «el lector occidental está notablemente menos familiarizado con ellos que con el Bletchley Park británico o el Arlington Hall estadounidense y la Op-20-G. He omitido muchas de las leyendas más señaladas y no he intentado rememorar las historias más célebres de la Resistencia en la Europa occidental, ni tampoco las de los agentes del Abwehr que, tras su llegada a Gran Bretaña y Estados Unidos, fueron encarcelados casi de inmediato o se pasaron al famoso Sistema XX o de la Doble Cruz. Por otra parte, aunque las hazañas de Richard Sorge y la operación Cicerón se vienen contando desde hace décadas, por su trascendencia merecen que volvamos sobre ellas una vez más». Eddie Chapman era «un delincuente británico de poca monta a quien se conocía como agente Zig-Zag», y que fue el juguete de las inteligencias británica y alemana. Se prestó a servir a ambas a la vez, pero no parece que sus actividades hicieran mucho bien a ninguna de ellas; tan solo sirvieron para que el propio Chapman dispusiera de mujeres y zapatos caros. Era un personaje enigmático pero menor, uno más en el numeroso ejército de balas perdidas que pululaban por el campo de batalla secreto». Más interesante y menos conocido es Ronald Seth, un agente apresado por los alemanes y entrenado para actuar como agente doble en Gran Bretaña.

Los ardides bélicos ocupan un espacio importante. Por ejemplo, la historia del agente Max, y «la colosal operación desplegada para desviar la atención de la ofensiva de Stalingrado, que se cobró 70.000 vidas rusas», y que es «una de las más asombrosas de la guerra y prácticamente desconocida para los lectores occidentales».

Los éxitos de «algunos de los combatientes secretos fueron tan asombrosos como funestos los errores cometidos por otros». Los ensayistas «vuelven una y otra vez, de un modo casi obsesivo, sobre la traición de los Cinco de Cambridge en Gran Bretaña, pero pocos admiten la existencia de lo que podríamos denominar los quinientos de Washington y Berkeley: un pequeño ejército de izquierdistas estadounidenses que actuaron como informadores para los servicios secretos soviéticos». El senador Joseph McCarthy (célebre cazador de brujas con especial inquina a Hollywood) «estigmatizó injustamente a muchos, pero no se equivocaba al denunciar que, entre la década de 1930 y la de 1950, en el Gobierno de Estados Unidos así como en sus instituciones y principales firmas se escondía un número inimaginable de empleados cuya lealtad no rendía honor a su propia bandera».

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