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Rumbo a la Martinica

Con una erudición inagotable y un decidido aliento narrativo, Juaristi utiliza la tintinesca travesía de la izquierda europea para explicar las derivas del siglo xx

Rumbo a la Martinica

Marzo de 1941. Francia ha firmado el armisticio con la Alemania nazi y creado un nuevo régimen colaboracionista en Vichy. Al sur del país, la siempre bulliciosa ciudad de Marsella se ha convertido en el punto de concentración de cuantos quieren y pueden marcharse del país. Marsella es la verdadera Casablanca en ese momento, un hervidero de espías, policías y gentes que huyen de un continente cercado por la violencia ideológica y xenófoba. Tras muchos meses sin que el tráfico naval de pasajeros esté autorizado, un vetusto carguero, más bien una bañera flotante, el Capitán Paul Lemerle, consigue los permisos para admitir pasajeros con destino a la isla antillana de la Martinica. Es el primer viaje transoceánico que zarpará de Francia en meses. Las fondas y cafés marselleses se revolucionan, las organizaciones que tratan de proteger a los huidos del corazón europeo negocian pasajes y visados mientras procuran alojamientos de espera... angustiosa espera. Finalmente, a bordo del paquebote unos 250 pasajeros pondrán rumbo a las Américas. Allí hay republicanos españoles, comunistas y socialistas alemanes, trostkystas soviéticos, judíos franceses y también del Este, con figuras tan relevantes de la cultura y la política del siglo xx como el antropólogo Lévi-Strauss, el surrealista André Breton o el pintor Wifredo Lam, además de numerosos revolucionarios profesionales, entre los que destaca Victor Serge, mano derecha de León Trotsky, a quien el stalinismo ha liquidado el verano anterior en México.

La historia es extraordinaria, entre tintinesca y cinematográfica -la referencia a la obra maestra de Michael Curtiz, fechada un año después, es más que obligada-. Con ese material empieza a trabajar Jon Juaristi para construir su última entrega literaria, Los árboles portátiles, un título tomado de una referencia a un poema de Lope de Vega, quien escribe «los árboles portátiles de España» como una sinécdoque -en un sentido figurado, metafórico- de la Armada Invencible en la que pudo haberse enrolado el propio escritor. Pero ¿cuál es el bajage que el controvertido intelectual vasco, Jon Juaristi, lleva para tal aventura?

Juaristi responde a un perfil vital muy significativo de la España postfranquista. Vivió un ambiente nacionalista y culto de adolescente que desemboca en una jovencísima militancia en ETA, organización que abandonará -y a la que luego combatirá- para abrazar la moderación socialdemócrata hasta llegar a posiciones liberales, colaborando finalmente en la construcción de una plataforma cultural para la derecha conservadora española. Un camino no exento de lógica y hasta de normalidad sino fuera por su penúltimo requiebro al anunciar su conversión al judaismo tras abandonar del todo la actividad política, lo que le convierte prácticamente en un personaje cosmopolita de Woody Allen.

Pero Juaristi es, ante todo, un intelectual, importante, erudito, que habla varios idiomas -es poeta en euskera-, y ha dejado ya una profusa y extensa obra que analiza las raíces mentales y culturales de la cuestión vasca. Cuando estuvo en Valencia, dando clases un curso en la Cátedra Cañada Blanch, escribió un artículo inolvidable sobre el adanismo vasco, lleno de ironía y con una divertida ilustración de Xisco Mensua, que publicamos en el primer número del suplemento «En Domingo» de este periódico.

Siguiendo esa estela casi borgiana, Juaristi ha escrito en Los árboles portátiles un mordaz ensayo de aliento narrativo, eso que ahora se llama de muy distintas maneras, un transgénero que no es novela ni análisis sino todo y nada a la vez. Es puro deleite dado que Juaristi se presenta a la travesía con una erudición inagotable -más de doce páginas de bibliografía-, y ya liberado de cualquier compromiso político introduce cuantas notas personales le vienen en gana, todo ello no para narrar lo acontecido en el barco de marras -una travesía bastante aburrida, como casi todas-, sino para fundamentar varios relatos entrecruzados: el de la crisis de los revolucionarios de la primera mitad del siglo xx o el de los padres fundadores del arte moderno que terminan manumitidos por Peggy Guggenheim en la Art of this Century de Nueva York, y de paso enseñarnos las distinciones socioculturales judías, los extravíos del socialismo español, el origen del estructuralismo y hasta las peculiaridades de algunos impagables personajes vascos como el eibarrés Toribio Echevarría, cuyo capítulo leí en el maldito día del 0-4.

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