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La genealogía de los libros

Los poemas homéricos, la Biblia o el libro del conde Lucanor son tres ejemplos de textos que han sido reinterpretados por numerosos escritores en diversas tradiciones literarias.

La genealogía de los libros

¿Hay algún texto que no se haya generado a partir de un texto anterior? Pensemos en la Ilíada y la Odisea y aceptemos que el autor de ambos poemas fue Homero o, como dice la socorrida broma, otra persona del mismo nombre. La mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que, independientemente de que existiera o no un individuo llamado Homero, las obras que se le atribuyen son el producto de una tradición oral transmitida a través de generaciones.

El cantante-poeta, ??????, que las interpretaba en público, a la manera de Bob Dylan, disponía de un repertorio de mitos, relatos, parodias y chanzas, que podía ir intercalando en su recital y adaptando a los gustos de un auditorio determinado. Solo mucho después, y tras un largo proceso de estandarización y refinamiento, se llegaría a la confección de una versión escrita que podría considerarse canónica, y que algunos sitúan ya en el período helenístico.

Eso no impidió que los poemas homéricos fascinasen a los antiguos griegos, para quienes formaban la base de su educación, pese a la opinión contraria de Platón, que recelaba de sus posibles efectos sobre los jóvenes, ni que los romanos se sintiesen atraídos por su encanto. Así, Homero fue el modelo de Virgilio, quien a su vez fue el maestro de Dante y de Milton.

Los poemas homéricos inspiraron a autores tan variados como Tennyson, que escribió el celebrado poema Ulises, en el que éste, añorante de su pasado aventurero y harto de la monotonía de su vida en Ítaca, se dispone a emprender una última navegación; James Joyce, que en su reputada novela Ulises estableció un sistema de paralelismos con la Odisea, y Nikos Kazantzakis, que en 1938 compuso La Odisea: una secuela moderna, epopeya de 33.333 versos, acaso su mejor obra.

Hay, naturalmente, otras muchas derivaciones, como ese brevísimo cuento de Kafka llamado El silencio de las sirenas, donde se especula sobre un episodio de la Odisea; el ensayo de Jorge Luis Borges Las versiones homéricas, donde el autor compara las diferentes versiones, adaptaciones o traducciones de la Odisea y se felicita por su extraordinaria variedad y riqueza; el concurrido poema Ítaca, de Kavafis, y esa excelente novela para todas las edades, Ilión y Odiseo, de la escritora holandesa Imme Dros, donde la Ilíada y la Odisea se funden en una sola obra y la poesía de los mitos se combina con un agudo sentido del humor.

Pensemos también, a riesgo de resultar tediosos, en los antiguos israelitas, un conjunto de familias nómadas que recorrían la tierra de Canaán con sus rebaños y caravanas. Cada noche, en la soledad de la llanura o al pie de las montañas, se reunían alrededor de las fogatas y contaban historias que les habían sucedido o que habían escuchado en otros lugares. De vez en cuando, a semejanza de los cantantes-poetas griegos, los narradores introducían cambios. Situaban las historias en otras tierras, añadían un detalle llamativo, confundían las cronologías o atribuían a sus antepasados edades imposibles.

Con el tiempo, aquellos nómadas se fueron asentando y fundaron aldeas o se mudaron a las ciudades. Pero no olvidaban las historias que les habían transmitido y seguían repitiéndolas y actualizándolas. Luego, hacia la época del rey David, algunas de aquellas historias empezaron a ponerse por escrito. Pero fue durante el reinado siguiente, el del sabio rey Salomón, cuando aquel aluvión de textos dispersos, procedentes de fuentes tan variadas, empezó a reunirse en un solo libro o, mejor dicho, en un volumen que contenía muchos libros. Nuevos autores escribieron nuevos textos, que también se ordenaron y se incorporaron al volumen principal. En algún momento, muchos siglos después, aquella obra plural comenzó a llamarse la Biblia, palabra de origen griego que, como es bien sabido, significa precisamente los libros, y se propagó por el mundo.

Las costuras resultantes de ensamblar tantos textos de distintos géneros y diferente extracción se notan todavía con claridad, no solo en algún libro como el Génesis, donde la historia de la Creación divina sufre una serie desconcertante de vacilaciones argumentales, sino a la hora de considerar el canon bíblico. Según se trate del judaísmo, del catolicismo romano, de la Iglesia ortodoxa o de las muchas ramas del protestantismo, la composición de la Biblia es distinta, por no mencionar las casi infinitas traducciones, que suelen ser el producto de acciones interesadas y no el resultado de un proyecto académico neutral.

He considerado brevemente las vicisitudes de la composición de las obras homéricas y de la Biblia para relativizar la importancia de su canonicidad. ¿Quién puede estar seguro de que dentro de mil o dos mil años, si la especie humana aún existe y no se ha extinguido a causa de sus torpezas, las múltiples variaciones de Mark Twain, que durante toda su vida estuvo escribiendo sobre la creación del mundo y del hombre (Diario de Adán, Diario de Eva, Diario de Matusalén), no formarán parte del canon bíblico, en compañía de la monumental tetralogía novelesca de José y sus hermanos, de Thomas Mann, y de los cuentos eruditos de Borges sobre el tema (Tres versiones de Judas, El evangelio según Marcos, El libro de arena).

¿Por qué no imaginar una Ilíada distinta, en la que los troyanos sean los vencedores, o una Biblia diferente, en la que Adán y Eva puedan comer manzanas sin ser expulsados del paraíso? Tengo para mí que, si nos acostumbrásemos a considerar la literatura de manera comparada, y no solo desde el punto de vista de cada nación o cada lengua, percibiríamos mejor la evolución de las tramas temáticas y comprobaríamos que la creación individual se inscribe en una red de influencias y aportaciones mutuas, que es como un juego de espejos.

En ese juego, hacia 1330, el, infante don Juan Manuel lee la traducción de un cuento de origen persa, y escribe De lo que aconteció a un mancebo que casó con una mujer muy fuerte y muy brava, apólogo que incluye en el Libro del conde Lucanor. Dos siglos y medio después, William Shakespeare tiene acceso a la obra del infante, y siente el impulso de componer la comedia La fierecilla domada. Al cabo de otros dos siglos y medio, Hans Christian Andersen lee una traducción al alemán del apólogo De lo que aconteció a un rey con los burladores que hicieron el paño, también del Libro del conde Lucanor, y confecciona el cuento El nuevo traje del emperador, que es una versión mejorada y más divertida.

Vemos, pues, cómo cada libro se nutre de otros y a su vez se convierte en fuente de múltiples variaciones, que inspirarán comedias, cuadros, películas, programas de radio y televisión, canciones, espectáculos musicales y hasta óperas. En Las versiones homéricas, Borges escribe: «Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H, ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.»

Cabe añadir que hay adaptaciones, versiones y traducciones pésimas, que son un insulto a la inteligencia del lector y en particular de los lectores más atentos y exigentes, que son los niños y los jóvenes. En el fondo, es como si hubiera infinidad de libros posibles, y los estuviéramos escribiendo entre todos.

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