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Graham Greene en la trama

Un cuarto de siglo después de la muerte del escritor siguen vigentes las intrigas, los ataques a la seguridad de los países y las conspiraciones que recogen sus novelas.

Graham Greene en la trama

A principios de enero de 1991 decidí hacer una entrevista a Graham Greene. No tenía visos de ser fácil, sobre todo porque Marie-Françoise Allain, la hija de Ives Allain, uno de los mejores amigos de Greene, ya había publicado en El otro y su doble una interesante aproximación biográfica al autor de El factor humano diez años antes. Recuerdo que la primera semana de febrero de ese mismo año estaba preparado para viajar a la Riviera-Pays-d´Enhaut, más concretamente al norte de Lac Leman donde, según él mismo me dijo, intentaba recuperarse de una enfermedad que ya no le permitía escribir como antaño. Por aquel entonces, estaba a punto de finalizar mi tesis doctoral sobre la novela inglesa del siglo xx tomando, como referencia, su productiva carrera literaria: 27 novelas, tres autobiografías, tres libros de viajes, cinco obras de teatro y un sinfín de ensayos y guiones cinematográficos que me habían llevado algo así como cuatro años de lectura, cientos de anotaciones, apertura de archivos, algunas salidas al extranjero y el inesperado contacto con otros profesores, críticos y seguidores de la novela greeneana por todo el mundo. «Estoy en La Providence», me dijo, «entre Berna y Ginebra, un hospital donde solo hablan francés». Yo viajaría a Lucerna ese mismo verano por lo que no me resultaría difícil el desplazamiento en tren desde el Lago de los Cuatro Cantones (Vierwaldstättersee) hasta la ciudad de Lausana, y de allí a la estación del Museo de la Alimentación -el Alimentarium- muy próxima a la Avenue de la Prairie donde Graham Greene se había dirigido desde su residencia de Antibes en la Côte d´Azur (Francia) por recomendación de sus hijos.

Leí El factor humano exactamente dos años después de su primera publicación por The Bodley Head Ltd. -Londres- en marzo de 1978. En 1980 cursaba mi tercer año de licenciatura y aunque dicha ficción era la novela número 23 de Graham Greene, no había ojeado, hasta ese momento, ninguna anterior. En ella, Maurice Castle, protagonista principal de la trama, trabaja para el servicio secreto de inteligencia británico pero también es espía del KGB. Casado con una negra -Sarah- y padre de un hijo mulato -Sam- cree, antes de ser descubierto por los suyos, que los rusos en África pueden ser mucho más beneficiosos que los proyectos colonialistas que propone Inglaterra para Sudáfrica durante la Guerra Fría. Nacionalidad, edad y ocupación crean un mundo de relaciones y comparaciones entre los hombres de su departamento donde el espionaje es tratado sin violencia con el fin de definir la dedicación profesional de los espías como un trabajo escasamente romántico.

La inclinación personal de Graham Greene hacia la obtención de datos e información confidencial para un grupo de acción o de gobierno, sea este de las características que sea, comenzó en la Universidad de Cambridge. Kim Philby en El factor humano y, anteriormente, D en El agente confidencial (1939) surgen de estos grupos de jóvenes británicos de los años veinte y treinta especialmente adiestrados en métodos de inteligencia -infiltración, actividades disuasorias, persuasión, selección de personas...- e instrumentos para el manejo de fuentes humanas como el soborno o el chantaje. Sobre El agente confidencial se ha generado mucha literatura. Inspirada en la Guerra Civil española y aunque no se explique abiertamente en la novela, D es un detective al servicio de la II República. No es un hombre de acción, un asesino o un personaje violento. Es simple y llanamente un profesor, alguien al que le gusta transmitir valores, técnicas y conocimientos de la materia que imparte a sus estudiantes pero que, de repente, se ve con una pistola en la mano, un impermeable gris que le protege de la lluvia y un interrogante sobre su futuro que es, de entre los aspectos más destacables, lo mejor de la novela.

«Yo no fui exactamente un agente», reveló Graham Greene en 1980 cuando, invitado por Enrique Tierno Galván a un almuerzo organizado por el Ayuntamiento de Madrid con motivo de su primera visita a España tras la muerte de Franco, despachó algunas preguntas de los periodistas allí presentes a los que, sorprendido por el éxito de sus novelas en nuestro país, continuó diciendo: «Era un officer, un informador en el mundo de carpetas y papeles..., los agentes son los que viven en peligro, los que se juegan la vida en países extranjeros y conflictivos. Los officers no éramos verdaderos espías. Los agentes sí». La prensa del día siguiente, 10 de julio de 1980 en Madrid, retrató al Graham Greene de 75 años como un hombre saludable si bien contrariado por el repentino asalto sufrido en la habitación de hotel justo antes de desplazarse a la Corporación. La situación vivida por Greene en Madrid guardaba especial consonancia con sus novelas. «Quienes quieran saber sobre mí», afirmó, «solo tienen que bucear en las peripecias de mis personajes». Y esto hice. Delatores oficinistas, agentes que hundían su rostro entre documentos, cartas, telegramas, dibujos, planos... Esta fue, siendo aún estudiante universitario, la primera parte del mundo literario de Graham Greene que quise descubrir.

Recuerdo que a finales de los ochenta había leído casi todas sus novelas. Me atraían sus personajes: el apasionado Pinkie en Brighton Rock (1938), Henry Scobie, el desvalido oficial de El revés de la trama (1948), el enigmático Harry Lime en El tercer hombre (1950), el corresponsal de guerra Fowler en El americano tranquilo (1955), el incrédulo vendedor de aspiradoras Wormold en Nuestro hombre en La Habana (1958), el perplejo y desconcertado Querry en Un caso acabado (1969), el comprometido Brown en Los comediantes (1967) y el insensato Padre Quijote en Monseñor Quixote (1982). Muchas de las versiones cinematográficas de sus obras habían conseguido que algunas historias y novelas de los años treinta y cuarenta como Historia de una cobardía (1929), El tren de Estambul (1932), El ministerio del miedo (1943) y El ídolo caído dirigida, esta última, por Carol Reed en 1948, ganaran en popularidad y fama. A la mal llamada celebridad de Greene contribuyó el hecho de que, primero en la revista Oxford Outlook y, más tarde, en The Spectator, él mismo escribiera cientos de reseñas cinematográficas sobre el séptimo arte, los primeros rodajes de Alfred Hitchcock y los estrenos de algunas de las mejores actrices del momento como Ingrid Bergman, Greta Garbo y Shirley Temple. Otras estrellas, esta vez, de los años sesenta y setenta como Maggie Smith, Michael Caine, Nicol Williamson, Anthony Hopkins, James Mason y Alan Bates, entre muchos otros, protagonizaron series televisivas, rodajes comerciales, readaptaciones y nuevos proyectos para el cine europeo y norteamericano, con historias extraídas de la amplia producción literaria de Graham Greene que, definitivamente, vincularon su obra al teatro, al cine y a la pequeña pantalla.

«Cuando trabajo seriamente en un libro», confesó a Marie-Françoise Allain en 1981, «comienzo muy temprano por la mañana, alrededor de las 7 u 8, antes de haberme afeitado, tomado un baño, leído la correspondencia o cualquier otra cosa, porque si tuviera que esperar lo que la gente llama ´inspiración´ no escribiría ni una palabra». En su caso, y como tantas veces explicó, más que aguardar la deseada inspiración, era evasión lo que ansiaba. Para huir, sortear sus soledades y «novelar para desaparecer», decía, viajó en calidad de reportero por diversos puntos geográficos. A Kenia en la época de los Mau Mau -la organización guerrillera de insurgentes keniatas que luchó estoicamente contra el imperio británico en los cincuenta-. A Haití, varias veces, en tiempos del presidente Magloire y, más tarde, en el periodo de mayor crudeza de François Duvalier. Hasta en tres ocasiones -según las distintas fechas que tienen los artículos que publicó en la prensa inglesa del momento- viajó a la Cuba de Fulgencio Batista. En la primavera de 1938 viajó a México para dar cuenta de la persecución religiosa que el Gobierno de Lázaro Cárdenas estaba llevando a cabo en el sureste del país -Veracruz, Tabasco y Chiapas-. De igual modo lo hizo al antiguo territorio de la Indochina Francesa, después Vietnam, en el intervalo de la guerra entre la milicia comunista de los viet-minh y las fuerzas coloniales de Francia. En incontables ocasiones y a partir de los años cincuenta viajó a distintas zonas de África, el Caribe y prácticamente a la totalidad de países de Latinoamérica. Su especial relación con el máximo líder de la revolución panameña, el general Omar Torrijos Herrera (fallecido en 1981 debido a un extraño accidente de avión), hizo posible la aparición en todas las librerías de Reino Unido de Descubriendo al General exactamente el 1 de enero de 1984.

Entre mayo y junio de 1946 Graham Greene se encuentra en España. Es su primera vez. En aquella ocasión lo hace como agente del MI6 o Joint Intelligence Committee creado en el Reino Unido a finales de 1909. A principios de febrero de aquel año -1946-, la incipiente Organización de Naciones Unidas, condena el régimen del general Franco y prohíbe a España formar parte de esa asociación. El 28 de febrero Franco cierra la frontera debido a la presión internacional y el 4 de marzo, los gobiernos francés, británico y estadounidense publican una nota en la que indican que España no podrá asociarse con las naciones que vencieron al nazismo alemán y al fascismo italiano. Con Graham Greene en la capital de España, Franco se dirige desde el balcón de la plaza de Oriente a los españoles congregados en una multitudinaria manifestación para posicionarse en contra del aislamiento internacional. Trabajando temporal y conjuntamente con la sección extranjera de la oficina del servicio secreto británico, el MI5, en Una especie de vida (1971), nuestro autor confiesa su conflictivo izquierdismo político y su fascinación por países donde «la política pocas veces ha significado una mera alternancia entre partidos electorales rivales sino una cuestión de vida o muerte».

Elegir vivir o escoger morir, traicionar al amigo o conspirar contra la patria, por amor a Dios o en nombre de la revolución, marcan la existencia de dos fenómenos distintos que conviven de manera irreductible en sus personajes. Las obsesiones temáticas de Graham Greene comenzaron a aparecer en Rumor al caer la noche (1931) y así continuaron prácticamente hasta la publicación de El capitán y el enemigo en 1988. Puede parecer extraño pero Monseñor Quixote, un pastiche que mucho tiene que ver con la religiosidad de Greene, me introdujo de pleno en el asunto primordial de la literatura greeneana: la elección de un modo de acción a advertir entre las distintas formas de resolver un conflicto en un contexto determinado. Las novelas que escenifican conflictos históricos acaecidos en espacios geográficos desiguales de Centroamérica agudizan de manera notoria este asunto.

Anthony Burgess intentó explicar en varias ocasiones que el libre albedrío supone vivir en un estadio anterior a la toma de decisiones. En Graham Greene, los personajes acaban, más tarde o más temprano, poniéndose de parte de una opción política, sentimental, religiosa... El dilema en sí mismo no llega a definir a Pinkie, Harry Lime, D, Scobie, Castle, Kim Philby, Wormold, al Monseñor? pero sí la preferencia o la designación final que surge de dicho estado de indefinición que les caracteriza en los primeros compases de las novelas donde son protagonistas. De acuerdo con Arthur Schopenhauer: «Un hombre puede hacer lo que desee pero no puede desear lo que quiera». En Graham Greene ocurre algo parecido. Los personajes, poco importan si son masculinos o femeninos, intentan edificar constantemente su realidad. Y no es que bajo el paraguas de la objetividad tengan libertad para elegir, es que sencillamente no tienen otra alternativa. Decantarse por una situación o por la otra se hace prioritario. Para Jean-Paul Sartre, escritor, filósofo y, sobre todo, un gran exponente del existencialismo francés, «el hombre está condenado a elegir», de lo que se desprende que cada uno -casi todos en la novelística de nuestro escritor- es responsable moralmente de sus actos. «Dios no juega a los dados con el universo», repite Albert Einstein en sus lecciones sobre el significado de la relatividad. Graham Greene hace imposible que sus personajes vivan en la probabilidad por mucho tiempo. Influenciados por factores que tienen que ver con ellos mismos más que con la realidad circundante, deciden actuar, entre el conjunto de alternativas posibles, atendiendo a cuestiones relativas a su inteligencia, nivel de autoestima y administración individualizada de los sentimientos.

En febrero de 1991, como decía, estaba listo para visitar a Graham Greene en Vevey. Luego enfermó gravemente y no pude por más tiempo dirigirme a él para advertirle de mi llegada. La realidad y la construcción de la ficción en la novelística de Graham Greene o La ficción y la reconstrucción de la realidad en los personajes de Graham Greene. La duda sobre el título final del ensayo me hizo recordar a Henry Scobie en El revés de la trama. La fe del monseñor en Monseñor Quixote -una fe muy a su manera- resolvió decantarme por el primero. Graham Greene falleció el 3 de abril de 1991 a la edad de 86 años. Caroline Bourget -su hija- que, en aquellos años, vivía muy cerca de Lausana, lo comunicó inmediatamente a la prensa. Los preparativos del viaje a Lac Leman quedaron archivados con el resto de los documentos que había leído sobre este magnífico escritor del siglo xx. Una parte de las conclusiones académicas obtenidas a finales de los ochenta continúo aplicándolas a estudios muchos más comprometidos sobre Greene. Algunos temas como la tiranía comparada con el ejercicio del poder político en sistemas democráticos, el papel de la iglesia cristiana en países latinoamericanos, la corrupción, la prevaricación, el tráfico de influencias y la intriga en asuntos de seguridad internacional continúan siendo asuntos de interés en la actualidad. En la prensa londinense de aquellos días Max Reinhardt, editor jefe de la prestigiosa editorial británica que lleva su nombre, declaró: «Graham Greene fue un hombre valeroso. Nunca eludió actitudes comprometidas y a menudo las asumió deliberadamente, aprovechando su experiencia como escritor». A veintiséis años de su fallecimiento, hay cosas de Graham Greene que no han cambiado. Esta reseña es un tributo a su memoria.

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