Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Necesidad del argumento

Necesitamos encontrarles el argumento a las cosas, a las personas, a los acontecimientos. Y, si no se lo encontramos, se lo atribuimos. Por las buenas, por las bravas. Por necesidad biológica. Todo necesita un tema, un asunto. Sin relato, los acontecimientos, las personas y las cosas se deshacen, se desintegran, desaparecen ante nuestra vista, y las desapariciones resultan tristes e inquietantes, porque nos insinúan que los próximos en desaparecer podemos ser nosotros.

La primera obligación social a la que nos debemos, nada más conocer a alguien, consiste en acumular suposiciones sobre él, concederle consistencia argumental en relación con el gran argumento de nuestra propia vida. Para que los demás existan, han de existir con respecto a nuestra existencia, pasar a formar parte de nuestro culebrón, como actores principales o secundarios -pero como actores-, paseando la lanza o casándose con el príncipe, haciendo bulto en una escena general de zombis o matando al dragón y coronándose como rey del país.

Los que no aparecen en nuestra peli, puede que existan en otra -seguro-, pero no nos interesan, no nos incumben, salvo de una forma vaga, como posibles figurantes en una futura narración. Los millones de chinos que viven en la China pertenecen a otra novela, Las tribulaciones de un chino en China, pero no nos importan. Cuando viajemos a la China, ya les daremos algún papel en lo nuestro, los encajaremos con gusto, porque habrán empezado a adquirir existencia a nuestros ojos.

La marabunta de seres que desconocemos sólo cobran corporeidad, si forman parte de una historia estructurada: si sabemos de ellos, aunque sea de forma remota, gracias a los periódicos, a la televisión, a la radio. Es decir, si los incorporamos como personajes narrativos a la gran narración que vamos urdiendo por la vida. La marabunta restante no existe: ni siquiera nos atañe cuando ruge la marabunta.

El éxito de los culebrones, de las películas, de las novelas, de las series de televisión, se explica por esa necesidad genética común de pasar a la historia: la historia con minúscula, la saga familiar de la que formamos parte, la fábula que todos nos contamos a nosotros mismos y a los demás para corroborar que somos.

No chismorreamos por chismorrear, sino por caridad pura. No cotilleamos por ser unos cotillas impenitentes, sino porque formamos parte de una ONG que dota de realidad a los demás: Narradores sin Fronteras. No somos murmuradores de poca monta: redimimos a la gente, les damos un papel en la gran obra del mundo y así los libramos de convertirse en fantasmas. Porque los verdaderos fantasmas son los que no forman parte de ningún cuento: ni siquiera de los cuentos de fantasmas.

La literatura representa una ética esencial, natural, porque acoge a los personajes en busca de autor, en busca de trama, y les asigna un destino. Ser hombres, sentirnos como tales, consiste también en sentirnos intérpretes en algún escenario, por insignificante que sea. La muerte verdadera -la que viene después de la muerte- sucede cuando ya nadie cuenta con nosotros, cuando ya nadie cuenta de nosotros.

Compartir el artículo

stats