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Musiquilla francesa

La otra mañana, por la ventana abierta, me llegaba la musiquilla que sonaba en el patio de vecindad. Eran canciones conocidas, de aquello que se llamó la Chançon française: cosas de Gainbourg, de la Piaf, de Aznavour, de Sylvie Vartan, de Ferré.

Por lo general, la música me molesta para escribir, porque la escucho, y me distrae de la propia escritura. Tengo la idea de que el fraseo va levantando su propia música, su propio ritmo, y no sé escuchar dos ritmos y dos músicas a la vez. Suelo escribir pronunciando para mí mismo lo que escribo, en alta voz silente, por así decir. Si no me suena bien la frase, si no encaja musicalmente en el limitado repertorio de escalas que generan las palabras, no está bien escrita, ni bien pensada. Lo que está bien pensado, está bien escrito, y además se deja cantar, se deja pronunciar en voz alta, porque en esto también hay trinidades santísimas.

El otro día, sin embargo, la musiquilla del patio de luces no me distrajo, sino que me alegró la mañana, y me dio la idea de escribir sobre la musiquilla misma. Me asomé a la ventana (que es una de las actitudes filosóficas que prefiero), me acodé en el alféizar y me dispuse a averiguar de dónde provenía la música.

En una de las terrazas, trabajaba una cuadrilla de paletas que alicataba las paredes. Aunque he estado tentado de atribuirles la música a los albañiles, lo cierto es que no eran ellos quienes la ponían. Habría sido bastante literario fabular acerca de un alicatador ilustrado con alma de melancólico chançonier; pero en el último momento me han entrado escrúpulos de periodista neoyorquino (uno de esos que no se permite jamás una licencia poética y que se exige la comprobación fidedigna de todos los detalles de la realidad), y me he callado la boca.

En cualquier caso, viniese de donde viniese, la musiquilla francesa, con sus acordeones y sus desgarros, con sus ronqueras y sus lamentos, con sus evocaciones de cabaret y sus vapores de absenta, resultaba curativa, lo más apropiado para aquel instante de la mañana, con los primeros calores de una primavera muy estival.

Las buenas canciones famosas, las buenas canciones antiguas -y mucho más cuando se escuchan a lo lejos, por accidente-, tienen poderes medicinales. El hecho de sorprendernos de repente, de conmovernos con nuestros ecos privados, con los añadidos íntimos que cada cual aporta a las canciones, nos explica mejor que el gran arte. Las mejores canciones son tópicas. Todos nosotros somos tópicos también. No hay por qué tener miedo al buen tópico: aquel que es siempre idéntico a sí mismo y siempre renovado. París es una ciudad tópica, incluso un topicazo de ciudad; pero jamás incurre en el lugar común.

La vida se parece a esa musiquilla que entra por la ventana un día cualquiera, y no a la gran sinfonía orquestal. Suena de forma inesperada, nos cuenta una historia, sonreímos, sonlloramos, y deja de sonar sin que hayamos averiguado de dónde provenía. Porque se despide a la francesa.

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