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El enésimo fiasco de España en el último festival de Eurovisión ha traído consigo una secuela interesante sobre la que merece la pena reflexionar. Lo de menos es que al representante español -sobre cuya elección planean sospechas de tongo- se le escapara un gallo o que la canción fuera la típica macarrada facilona que parece inevitable en este festival degradado. Lo más importante a mi modo de ver es que, mientras uno de los cantantes de la península ibérica, Manel Navarro, metía la pata con su Do it for your lover, el otro, Salvador Sobral, se alzaba con el triunfo gracias a una hermosa canción en portugués, Amar Pelos Dois. Que los únicos cinco votos de España, el farolillo rojo de la clasificación, se los diera Portugal por aquello de la tradicional solidaridad ibérica es, naturalmente, la gota que colma el vaso.

Así somos en lo cultural, aunque -me temo- no solo ahí: un país tramposo, hortera y, sobre todo, acomplejado. Ya sé que casi todos los países europeos concurren igualmente con canciones en inglés. Por ejemplo, así lo hicieron los tres países clasificados tras Portugal: Bulgaria, Moldavia y Bélgica. El problema es que el español es la segunda o la tercera lengua mundial -depende de que se contabilicen solo los hablantes nativos o también los que lo aprenden como segundo idioma- y ello conlleva una responsabilidad evidente. Este bodrio que mezcla estrambóticamente el español con el inglés no ha sido únicamente un fracaso más en la desgraciada trayectoria de España en Eurovisión: representa un retrato implacable de lo que somos y, lo que es peor, de lo que nos gusta ser.

Vayamos por partes. El complejo de inferioridad se manifiesta en dos sentidos: servilismo hacia los de arriba y tiranía para con los de abajo. Los que hicimos la mili sabemos algo de eso, del peloteo al sargento y de las novatadas salvajes a los quintos. Pues en Eurovisión lo mismo. Todavía está caliente el agravio que se le hizo a la lengua catalana cuando en la edición de 1968 se prohibió cantar a Joan Manuel Serrat en catalán y, ante la lógica negativa de este a interpretar el La, la, la en español, hubo que fichar apresuradamente a Massiel. Ya sé, ya, que era otra época y que el franquismo tuvo encima la suerte de ganar aquella edición del certamen. Pero, que yo sepa, han pasado cuarenta años desde que se instauró la democracia y nunca España ha concurrido a Eurovisión con una canción en catalán. Ni en gallego ni en vasco ni en ninguna lengua que no fuese el español€ hasta que hemos encontrado nuestro El Dorado anglófono por lo que se ve. Por supuesto que Eurovisión es una minucia y que hay ámbitos mucho más importantes. Sin embargo, tampoco se ha propiciado la intervención de ningún representante de España ante organismos internacionales como la ONU o la UE en otras lenguas españolas.

Bueno, pues este mismo país plurilingüe que se avergüenza de serlo, parece que también se avergüenza de que su lengua común sea una lengua mundial. La paradoja es que si la alternativa ha de representarla el inglés, apañados estamos. No es un secreto para nadie que nuestro nivel de inglés es muy bajo y que los millones de turistas que nos visitan cada año lo tienen crudo para hacerse entender. Lo cual convive con la paradoja del enorme dispendio que realiza cada familia y con el estéril entusiasmo desplegado por las administraciones en pos de la enseñanza en inglés. ¿No será que no cuidamos las habilidades lingüísticas propias y que esto es tanto como querer edificar una casa sobre cimientos inestables?: la buena noticia es que para todo hay solución; sean felices. ¿Que cuál es esa solución?: hablar inglés sin saberlo. La buena noticia traduce good news y no se había dicho nunca, uno esperaría más bien lo bueno es que tal cosa. Pasa lo mismo con el sorprendente imperativo be happy, en el que se conmina a ser feliz: lo adecuado sería que te diviertas o que vaya bien. Y perdonen la molestia (que no inconveniencia).

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