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Gerardo y Diego

Gerardo y Diego

Suele decirse que la Naturaleza nos compensa en unos terrenos por aquello de lo que nos priva en otros, algo especialmente cierto en el caso de la vista, el más relevante de los sentidos corporales en cuanto a nuestra relación con la realidad. Los invidentes desarrollan extraordinariamente el oído, el olfato, el ingenio y la astucia, y así el folclore abunda en historias de ciegos sagaces o dotados del don de la adivinación y la profecía.

La ceguera debió de potenciar el ingenio del que anduvo siempre sobrado Jorge Luis Borges. También lo estaba de resentimiento ante el reproche que se le hacía de ser simpatizante de más de una dictadura, reproche que probablemente obstaculizó un mayor reconocimiento de sus méritos. Ese resentimiento explica una de las anécdotas más singulares entre las que lo tienen por protagonista: su recepción del premio Cervantes en 1979. No será una novedad para quienes pertenezcan a la sociedad literaria, pero divertirá sin duda a los demás.

El premio había sido instituido en 1976, y se concedió ese año a Jorge Guillén. Después de Alejo Carpentier (1977) y Dámaso Alonso (1978), en 1979 quedaron empatadas las candidaturas de Gerardo Diego y Jorge Luis Borges, y el premio -por única vez en su trayectoria hasta hoy- se concedió compartido. Borges debió de entenderlo como un desaire, aunque aceptó y viajó a Madrid, estando ya ciego.

Un viejo y querido amigo, el poeta argentino recriado en Madrid, Marcos Ricardo Barnatán, especialista en Borges, me contó que cuando se encontraron los dos laureados tuvo lugar el siguiente diálogo, alternando la voz de tenor de Borges (JLB) y la de soprano de Gerardo Diego (GD):

GD: «¡Maestro, maestro, soy Gerardo!»

JLB: «¡Cómo Gerardo! ¿Qué Gerardo?»

GD: «¡Diego, Diego!»

JLB: «¿En qué quedamos, Gerardo o Diego?».

A su primera etapa pertenecen los libros Imagen (1922) y Manual de espumas (1925), en el ámbito de la versión española de la poesía de vanguardia anterior al Surrealismo: «Creacionismo», «Ultraísmo» y «poesía pura». Algo que se puede entender como el equivalente literario del Cubismo, cuando un poema consta de un número breve de imágenes yuxtapuestas, como se superponen los planos de un bodegón cubista. La analogía se funda también en el cerebralismo geométrico del Cubismo, y en la búsqueda por el Purismo de la esencialidad expresiva eliminando la descripción y la sentimentalidad. Nadie formuló mejor que el poeta francés Paul Valéry el ideal de pureza poética cuando, en un texto de 1921, hizo afirmar a un arquitecto de la Grecia clásica que había diseñado un pequeño y sencillo templo como «la imagen matemática de una muchacha de Corinto, a la que amé felizmente». Así el asunto más proclive a la retórica sentimental se estilizaba a semejanza del más neutro de los lenguajes, el de las Matemáticas. El Creacionismo y el Ultraísmo solían añadir una buena dosis de ingenio, imaginación, sutileza y gracia, que despertaban el sentido del humor y dibujaban la sonrisa del lector.

Le generación literaria a la que pertenece Gerardo Diego se llama «del 27» por su reivindicación del poeta Luis de Góngora, al cumplirse en 1927 el tricentenario de su muerte. Dejando a un lado el hecho, en principio insólito, de que el retorno al Barroco pueda ser entendido como una actitud vanguardista, el caso es que el de 1927 es el mejor equivalente en España, y casi el único, de los muchos manifiestos que sembraron la trayectoria de la vanguardia internacional. Gerardo participó en el homenaje a Góngora celebrado en el Ateneo de Sevilla a fines de 1927, junto a Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Federico García Lorca y Jorge Guillén, entre otros; fundó una revistilla, Lola, para dar cuenta, con ribetes de broma dadaísta, del fervor neogongorino, y compuso en honor de Góngora una plaquette, Fábula de Equis y Zeda, publicada en 1932. Ese mismo año la generación del 27 se presentaba colectivamente, por obra de Gerardo, en una antología que, refundida en 1934, ha venido a ser un hito de la crónica literaria de los años treinta.

De este modo fue Gerardo Diego un activo gestor de la vida literaria de aquella época de experimentación y ruptura que se ha llamado segundo Siglo de Oro de las letras españolas; pero lo fue - siempre se ha dicho- con un pie en la novedad y otro en la tradición. Lo primero no lo rechazó ni lo perdió nunca de vista. En 1951 publicó Limbo, conjunto de poemas compuestos entre 1919 y 1921; La rama (1961) contiene uno semejante, titulado «El poeta en bicicleta»; y Alondra de verdad (1941) otro, «Cuarto de baño», recreación art déco del nacimiento de Venus.

En cuanto a lo segundo, junto a sus primeros poemas puros y juguetones está Versos humanos (1925), donde se encuentra el más conocido de sus sonetos, el dedicado al ciprés del monasterio de Silos. En 1931 una nueva paradoja: un libro de poemas religiosos, Viacrucis. Y si no paradoja, es al menos sorpresa encontrar a Gerardo Diego en el índice de la Corona de sonetos en honor de José Antonio Primo de Rivera, que se publicó en 1939. El soneto, que empieza «Ese muro de cal, lívido espejo», no figura en estas Poesías completas por voluntad de su autor, póstumamente respetada. Ya se sabe que las obras completas son siempre incompletas. En este caso, quizá por olvido o por duda acerca de la calidad del poema, pero no porque Gerardo quisiera ocultar su adhesión al llamado «Movimiento Nacional» del 18 de julio de 1936, que le inspiró también la «Elegía heroica del Alcázar», evocación de la resistencia del de Toledo frente a las tropas de la República en el verano de 1936, incluida en La Luna en el desierto (1949). Rafael Alberti llamó a Gerardo «poeta de misa y olla» en una de las secciones de las Coplas de Juan Panadero (1949) en la que se enumera a los «traidores» que hicieron causa común con el franquismo o lo aceptaron: Pío Baroja, Ramón Pérez de Ayala, José Ortega y Gasset, Eugenio d´Ors, Jacinto Benavente, Azorín€ Ni siquiera, opina Alberti, puede llamarse a Gerardo traidor, pues «nació puesta la argolla». Si de argollas se trata, cuál fue la de Alberti para que sus coplas terminaran con un «¡Viva Stalin!».

Con la posguerra cayó sobre las Letras españolas un velo penitencial, al que contribuyó Gerardo con Ángeles de Compostela (1940), libro dedicado a exaltar el dogma cristiano de la resurrección, con diversos asuntos gallegos como guarnición. Gerardo Diego vino a ser más de una vez, a partir de entonces, un poeta de aluvión y de circunstancias, un campeón del virtuosismo insustancial, carente a menudo de motivación auténtica, movido por un galopante autoencargo y jaleado por amigos, admiradores e instituciones reverenciales. Unos poetas escriben lo mejor de su obra al final de sus vidas, como Vicente Aleixandre y Luis Cernuda; otros, lo peor.

La facilidad innata de Gerardo Diego y su increíble falta de autocrítica lo condujeron a menudo al terreno de lo irrelevante, como los catorce sonetos, rematados uno a uno por los sucesivos versos de otro soneto del poeta del siglo xvii Juan de Tassis: la Glosa a Villamediana de 1961. En seguida dio un paso más hacia lo risible y lo grotesco: La suerte o la muerte (1963), «El Cordobés» dilucidado (1966), los oligofrénicos villancicos de Versos divinos (1971). Deslumbrado por halagos y parabienes, no supo que a sus espaldas era el objeto predilecto de las burlas sangrientas de la sociedad literaria y los tertulianos del Café Gijón . El libro de 1966, dedicado al torero Manuel Benítez, comienza así: «El Cordobés /-¿lo ves, no lo ves?- / no es lo que es, / es lo que no es». Sin comentario.

Gerardo Diego era, además de poeta y profesor, un buen pianista. Los ejercicios de digitación, inofensivos e incluso necesarios sobre el teclado y a solas, son peligrosos en literatura cuando se publican. Quien quiera rendir culto a su memoria y hacer valer lo mejor de su legado debería publicar no unas obras completas sino una antología muy restrictiva. En ella cabrian, sin duda, los sonetos de Alondra de verdad (1941), dedicados a paisajes y ciudades de España, a grandes músicos (Beethoven, Debussy, Scriabin, Schubert) o al amor, algunos memorables, como «Insomnio» o «Sucesiva». También otros excelentes poemas, como «Revelación de Mozart», de Cementerio civil (1972).

La poesía, como «el Cordobés», es o no es. No es si no logra ser una síntesis química de emoción y pensamiento, combinados en un acto de intensidad que aporta un destello de revelación. Esos momentos son ineludibles e imperativos, no ocurren todos los días, no se pueden forzar ni sustituir por mañas y maestrías de prestidigitador y ocurrencias de gracioso profesional. Un Gerardo en cien poemas bien escogidos no correría el riesgo, como esta edición, de recordarnos un título de Calderón: No hay cosa como callar.

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