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Precisión y vértigo

Precisión y vértigo

En 1996, Manuel Saéz presentó en el Jardín Botánico de la Universidad de Valencia Trópicos, dibujos y acuarelas de hojas y frutas recién pintadas en Samaná, en la República Dominicana. Obras del natural y au plein air con las que regresaba a la línea curva después de un largo periodo de predominio de la recta y el ángulo. La muestra le descubrió esa selva ordenada que es el Jardín Botánico. Fue un auténtico flechazo. Los jardines japoneses, escribió Nicolas Bouvier, son una obra maestra de la abstracción pura y un instrumento de meditación que nos permite dejar flotar libremente nuestra imaginación y nuestro ánimo. Algo así piensa Saéz que desde aquellos días no ha dejado de frecuentar el Jardín, convertido para siempre en un lugar en el que mirar, leer, pintar, y en el que también, quizás, tomar decisiones trascendentes.

Se trata de una geografía singular. Junto a la mayor variedad de palmeras que puede verse en Europa, el Jardín acoge cerca de cinco mil especies distintas en bien trazados cuadros y parterres bordeados de caminos y de pequeños estanques. Naturaleza y artificio se entreveran en un civilizado acuerdo. Ahora Sáez regresa al Jardín con la exposición Por las ramas y lo hace de nuevo en la Estufa Fría, un elegante pabellón abierto hacia 1850, dedicado al cultivo ornamental del naranjo. Es, sin lugar a duda, una de las Salas más bellas de la ciudad.

Algunos dibujos de aquel viaje caribeño y otros fechados algo después -cuando las curvas abandonaron la flora en favor del cuerpo de las mujeres-, apuntan la relación entre ambas exposiciones. También la recuerda el cuidado catálogo que se ha editado, con un texto de Jaime Güemes, conservador del Jardín, una interesante conversación entre Manuel Sáez y Eva Pastor, y un poema-homenaje de Carlos Marzal. A modo de prólogo, una fotografía del artista echado en uno de los acogedores bancos del Jardín -islas para el náufrago los llama-, en pose de paseante vencido por el sueño. En el suelo, la mano derecha sujeta sus gafas de lector y de pintor junto al catálogo Trópicos; en la otra, un tesoro de bibliógrafo, la primera edición de Vida de Manolo, el libro de Josep Pla sobre Manolo Hugué, un escultor también formado a sí mismo.

«Todo está meditado en el Jardín», me dice a propósito de estas veinticuatro pinturas que reúne Por las ramas, primera entrega de una serie que quizás haya ocasión de exhibir más adelante. En el inicio de este viaje -retrato de un lugar y también retrato de sí-, una pequeña azada, herramienta primigenia del jardinero; en su final, un rimero de libros que lleva por título «Costa, Cavanilles y Humboldt». Un recuerdo de ese momento fundacional de la botánica moderna que fue la Ilustración, cuando las láminas iluminadas de plantas adquirieron mayor reconocimiento. Un trabajo muy laborioso, ha recordado Juan Pimentel: el pintor, de acuerdo con las indicaciones del botánico, trazaba la silueta a lápiz y fijaba los detalles que debían ser resaltados, unos detalles que en el caso de las representaciones linneanas destacaban las formas de la flor y los órganos de fructificación. A continuación intervenían los grabadores y ya por último se aplicaban las aguadas de colores. El proceso exigía mucho tiempo y también oficio. La obra de Humboldt representó un hito en la esforzada tarea de leer directamente en el Libro de la Naturaleza, una lectura cierta y exacta que acarreó la pérdida de la condición maravillada del mundo. Pues bien, se diría que Manuel Sáez al tiempo que rinde pleitesía a los grandes viajeros y evoca el trabajo de los ilustradores del Setecientos, nos propone con estas pinturas una operación en cierto modo contraria, una suerte de flora encantada que extrema el registro cromático. Lejos de aquella cercanía naturalista de 1996, presenta ahora muy laboriosas pinturas que en algunos casos -como sucede con las series «Oro paladio» y «Solaris»- están realizadas a partir de sucesivas ampliaciones de imágenes de semillas y de polen que ha tomado de la hermosa rocalla de endemismos que hay junto a la Estufa Fría. Órganos de fructificación, como en la botánica clásica, estructuras de menos de un milímetro que, con el auxilio de los técnicos del Jardín, ha procesado con un microscopio electrónico de barrido.

Este instrumento de alta resolución, capaz de agrandar una imagen hasta nueve mil veces, tiene una singularidad: es ciego a los colores que no estén en la gama del blanco y el negro. «En un dibujo a grafito, declara Manuel Sáez, percibo sin dificultad un pantone.» El artista se ha servido de esa anomalía de la visión, de la acromatopsia, para utilizar colores puros que logran competir con los exuberantes tonos del propio Jardín y actúan creando huecos en unas superficies solo aparentemente planas. Unas superficies en las que vuelve a hacer uso de la retícula ortogonal creando efectos visuales que tan pronto recuerdan un casillero de la Naturgemëlde de Humboldt, como la urdimbre de una tela o de un tapiz. Algo que sucede con «Centauro», velado homenaje a Palazuelo, cuya trama se inspira en la corteza del pecán. Como en la botánica científica, estas pinturas requieren una gran precisión técnica en el uso del grafito -dibujar es la forma más sutil de pintar, reitera-, del rotulador para la tempera, y del pincel para la acuarela, una secuencia irreversible que no permite correcciones, que no admite el error.

Manuel Sáez tiende a la precisión. El conde Alexei Vronsky, con el cuerpo levemente inclinado, balanceaba sus piernas con energía y se deslizaba veloz por la pista. Ya muy cerca de Anna Karénina, ladeó los pies con destreza trazando unos finos surcos en el hielo y se detuvo jadeante frente a ella al tiempo que unas astillas heladas salpicaban su vestido. Sáez acompaña ésta ensoñación de la novela de Tolstoi esbozando en el aire un cuidado dibujo, con aquella respiración de la mano de la que habló Joan Miró. Siempre he leído a través de las imágenes, concluye describiéndome esas concisas hendiduras sobre el blanco del hielo. A ellas y al filo de la cuchilla del patín se debe el título de una de estas pinturas -«Vronsky»- en la que vemos la estilizada hoz que utilizan los jardineros en la poda de las palmeras. El mundo es perfecto y nosotros solo podemos aportar precisión, confiesa a Eva Pastor en la entrevista del catálogo. Incluso en el desenfreno tiene que haberla. La precisión, en la que hay riesgo y vértigo, es lo único que permite que el trabajo sea más libre, afirma este exigente y disciplinado asceta del Staedtler.

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