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Entrevista

Marta Sanz: "Ser mujer y escritora hoy en España significa pedir perdón por casi todo"

Marta Sanz: "Ser mujer y escritora hoy en España significa pedir perdón por casi todo"

P. En Clavícula novela el proceso de aparición de una dolencia que se convierte en más o menos indetectable por los médicos y más o menos incomprensible por el entorno de la narradora. ¿Qué es más tabú: la enfermedad o la vida de una mujer de mediana edad?

R. La publicidad y la propaganda política nos venden la enfermedad como una prueba de autosuperación donde se ponen en juego tus capacidades de resistencia, sacrificio y alegría. En mi último libro, la enfermedad del cuerpo se convierte en una metáfora de la precariedad de la sociedad entera y de sus condiciones laborales; parece que tenemos que superar estos problemas de la misma forma que afrontamos la enfermedad: con sacrificio y alegría, en lugar de con acciones políticas transformadoras. Se nos obliga a vivir la vida como si fuese un deporte de riesgo y la aventura se convierte en el eufemismo que encubre la falta de seguridad, estabilidad y horizonte. Somos aventureros a la fuerza, deportistas a la fuerza. La enfermedad más que un tabú es un concepto manipulado. Con las mujeres de mediana edad pasa algo similar: se colocan en primer plano siempre y cuando sirvan para vender cosas tangibles -laxantes, valerianas, pomadas...- o valores neoliberales -resiliencia, competitividad, versatilidad...- Pero si la enfermedad, las condiciones labores o la pobreza y el dolor de las mujeres se alumbran en su vertiente de fragilidad y se traducen en queja, entonces, se transforman en tabúes o en estigmas y se nos pone nombre: histéricas, quejicas, egoístas, ansiosas, locas...

P. ¿Es tabú, es pudor o es desinterés?

R. Es miedo a que entendamos lo que todos y todas tenemos en común. Se fomenta la competitividad y el individualismo, la heroicidad de los personajes singulares que suben a la cima del Himalaya, frente a los seres humanos comunes, porque el encapsulamiento incomunica, aísla, mientras que la solidaridad y las historias de amor nos hacen fuertes e incluso amenazadores en una conciencia de vulnerabilidad en la que, no tan paradójicamente, radica nuestra fuerza.

P. ¿Es poco literario un personaje femenino de cincuenta años?

R. Creo que es poco literario en la medida en que es poco fotogénico, y nos coloca delante un espejo donde se reflejan rasgos que nos molesta ver: un cuerpo femenino que difícilmente se puede rentabilizar como fetiche erótico -a no ser que haya sido sometido a la disciplina gimnástica o a los bisturíes-, o como receptáculo maternal; un cuerpo que es el que primero se resiente y se empobrece cuando llega la crisis, un cuerpo que se maltrata y que revela la violencia del sistema en que vivimos. Y al lado de lo social y lo político, el asunto biológico: la menopausia, las orejitas del lobo de la vejez, la necesidad de dejar de cuidar y de que te cuiden, los gastos que se generan a una seguridad social que quieren desmantelarnos. Si uno concibe la literatura como el territorio de las ficciones salvadoras y arcangélicas, la mujer de cincuenta años no es nada literaria. Sin embargo, si la literatura se entiende como el lugar donde nos enfrentamos a nuestras contradicciones para paliar neuralgias íntimas y públicas, entonces, la mujer de cincuenta años es un personaje central. Quizá las narraciones literarias sean una forma de desarrollar nuestra imaginación política.

P. No hay falso optimismo en la narración de la madurez de una mujer, ni en la visibilización de la menopausia (narra el dolor, la sequedad, el desamor...). Y sin embargo, hay cierta reivindicación de esa misma etapa de la vida.

R. Porque existimos y necesitamos cuidados. Porque formamos parte de esta sociedad y somos muchas, y nuestro trabajo y nuestras aportaciones son fundamentales para la comunidad. No reivindico en sí misma ninguna etapa de la vida, porque ese tipo de reivindicaciones casi siempre tienen una faceta comercial, hipócrita, demagógica: qué bello es ser joven, qué bello es ser mayor, qué bello es ser menopáusica... Yo de algún modo me siento manipulada y creo que tanto bienestar publicitario emborrona el perfil de situaciones que a veces no son fáciles de sobrellevar y te hacen sentirte culpable por tu debilidad. He intentado escribir un libro donde el lenguaje convierte en extraordinario lo común, apunta hacia la realidad y muestra con comicidad el lado oscuro de la existencia exaltando esa vida que nos roban cotidianamente las injusticias sociales, el latrocinio, las corrupciones y la sensiblerías frente a las sensibilidades.

P. «Mi dolor me lleva a experimentar una gran culpa. Mi dolor es un fallo que no puedo permitirme. La prueba irrefutable de una inteligencia débil». Vincula la enfermedad con sus efectos sociales: el miedo a no poder trabajar por ser más lento o más torpe, a perder el trabajo, a no poder pagar las facturas... ¿qué es más peligroso: la precariedad, el miedo o la culpa?

R. Para mí, la precariedad, el miedo y la culpa son tres vértices del mismo triángulo socioeconómico. O las paradas de un círculo vicioso en el que una cosa lleva a la otra. Al final, de lo que se trata es de que vivimos en un sistema donde se culpabiliza al individuo de todo: de no encontrar un trabajo, de no saber reinventarse, de no cuidarse lo suficiente, de haber vivido por encima de sus posibilidades... Y esa culpabilización del individuo difumina el mal funcionamiento y la perversidad intrínseca del capitalismo que no es que esté en crisis, sino que es la crisis en sí mismo. Me parece que tenemos que imaginar otros modos de vivir, de organizarnos, para disfrutar más y mejor de la vida. Para no estar condenados al miedo, a la hipocondría, a la enfermedad generada por formas de vida alienantes y dañinas.

P. «Los hijos de los camareros, de los mecánicos, de los campesinos, incluso los hijos de los profesionales liberales de primera generación, somos el proletariado de la letra. Lejos quedaron los tiempos en que la cultura era un elemento de desclasamiento positivo». ¿Qué significa ser mujer y escritora hoy en España?

R. Ser mujer y escritora hoy en España significa tener que pedir perdón por casi todo.

P. Dónde está la esperanza: ¿en la política o en las drogas?

R. Aunque yo ahora no encuentro un espacio con el que identificarme plenamente desde un punto de vista político, espero que la transformación venga de la mano de la política. De la política institucional y de la política cotidiana: de la presencia de individuos de izquierdas, críticos e íntegros en las instituciones, y también de personas que tengan voz en otros espacios públicos, comunes. Me parece que las cosas se pueden transformar desde el centro y desde los márgenes. Centrípeta y centrífugamente. Respecto a las drogas, no hay que desechar su faceta lúdica siempre y cuando no sea destructiva ni incapacitante. Yo soy partidaria de la alegría y también de la anestesia para extirpar los tumores. Pero no me gustan los zombis.

P. ¿Y en la cultura?

R. Tal vez la esperanza de la cultura pase por estrechar su vínculo con la educación. Por plantearla desde la idea de necesidad y no desde la idea espectacular de lo superfluo. Por anudarla a la realidad, la verdad y la vida. Revitalizar la cultura y recuperar la idea de la poesía como arma cargada de futuro. Me parece que la cultura se prestigia, en una sociedad que desprecia el conocimiento cada vez más, respetando a unos receptores culturales que no se reduzcan a su condición de cliente o consumidor cultural. Frente a la idea de la «practicidad» de un conocimiento académico que destierra el latín o la filosofía de las aulas, supongo que habría que rellenar el concepto de «lo práctico» con otras connotaciones vinculadas al desarrollo del sentido crítico, la imaginación y la rebeldía frente al statu quo. También tendríamos que replantearnos con qué palabras rellenamos el entretenimiento, la felicidad y la alegría. Porque me parece que son palabras que nos están robando.

P. «Sólo lo bello se rompe. Pero yo no soy bella, sólo puedo romperme. Andaré con precaución por los bordillos. No saldré a la calle para que un niño me arroje una piedra que me haga añicos. Para que un golpe de viento o un empujón me desestabilicen. Soy una figurita de Lladró. Una orquídea». ¿La suya es una defensa de la debilidad o un alegato contra la ideología del éxito?

R. Las dos cosas a la vez. Creo que no es incompatible constatar la necesidad de que los débiles digamos que lo somos y, a la vez, desconfiar de esa ideología que maneja un concepto espurio del éxito: el éxito es un éxito económico que parece que se relaciona directamente con la capacidad de trabajo y la inteligencia. Eso es una falacia que de algún modo sustenta otra mentira: la de que los pobres, los débiles, los invisibles, lo son, porque se lo merecen. Yo soy una figurita de Lladró porque mi naturaleza y mi psicología responden en gran medida a una sociedad que me culpa, me golpea y me exige cosas que yo ni quiero ni puedo dar, y que interiorizo como si de verdad salieran de mí: nos explotan y nos autoexplotamos y la presión de fuera repercute dentro de mí, me fragiliza y puede llegar a romperme. No por casualidad vivimos en el mundo de la medicalización, la depresión, los ansiolíticos. Y, en este sentido, creo que Clavícula como texto autobiográfico es en realidad una novela social. Porque aborda humorísticamente incertidumbres y patologías que nos conciernen a todos.

P. La lección de anatomía, Daniela Astor y la caja negra, Farándula y ahora Clavícula exploran aspectos en paralelo, como la educación de una niña, el proceso de culturación, el trabajo, el teatro, el éxito, el fracaso o el dolor siempre desde personajes femeninos. ¿Sigue siendo la mujer para la Literatura, sus instituciones, sus cánones y para la Historia un espacio de exotismo que redescubrir?

R. Yo soy una mujer que escribe y escribe de lo que le duele. Lo hago cuando escribo textos autobiográficos como Clavícula, pero también cuando utilizo las máscaras de la ficción como en Farándula o Daniela Astor y la caja negra. A mí gustaría que, poco a poco, y en todos los ámbitos de la realidad, las mujeres no fuésemos un espacio de misterio, oscuridad y pensamiento mágico. La musa indescifrable y ausente. El lugar exótico. El territorio por conquistar. Lo desconocido y amenazante que seduce. La diferencia extraña. En Clavícula las enfermedades femeninas son la punta de lanza para expresar esa urgencia de normalización e igualdad. Los patrones de descripción de las enfermedades son masculinos y eso hace que a veces el dolor de las mujeres no sea el síntoma que permita un diagnóstico. Como si el dolor fuera la respuesta de esa fragilidad, no solo física, sino también mental que últimamente esgrime la ultraderecha con tanta alegría: pienso en ese eurodiputado polaco o en el gobierno de hombres blancos de Trump. La escritora Hillary Mantel estuvo a punto de morir de una endometriosis que nadie le diagnosticaba. Mientras tanto, se la metió en el cajón de las locas, de las escritoras hipersensibles, de las suicidas y las princesas guisante. Es curioso cómo en nuestra cultura la relación de las mujeres con el dolor siempre es perversa: o bien encajamos en el estereotipo de la mujer resignada que sufre en silencio sus hemorroides, o bien se nos mete en el ropaje de la florecilla débil y quejicosa, que se constipa con una leve corriente de aire. Con los hombres existen otros estereotipos que también son machistas y dañinos: el sietemachos que se saca con la punta del cuchillo la bala sin decir ay, el del hombre que no llora nunca...

P. Desacraliza o des-espectaculariza el cuerpo de la mujer para volverlo cuerpo, materia, debilidad, dolor y goce. ¿Por qué?

R. Porque no soy una muñeca hinchable ni una musa ni un fetiche ni un santuario ni una metonimia. No soy solo un vientre. Ni una teta que no se cae nunca. Ni estoy hecha de pedazos que pueden mejorarse uno a uno gracias a las liposucciones o la manicura francesa. Soy un organismo con todas las implicaciones que tiene esa palabra. Siento y padezco. Gozo. Y tengo la sensación de que la objetualización del cuerpo femenino minimiza nuestro derecho a la queja y a la reivindicación, pero también anula nuestra capacidad para gozar. Mi cuerpo es el punto de encuentro entre lo que hay dentro de él y lo que lo toca por fuera. Las condiciones sociales y atmosféricas, las historias de amor y de abandono, los trabajos. Desde hace años llevo utilizando una metáfora que se activa de distintas formas en mis libros: mi cuerpo es un texto y los textos son un cuerpo. Me interesa la escritura que, desde el trabajo literario y desde una aproximación no escéptica hacia el lenguaje, apunta hacia la realidad. Frente a la máscara de las ficciones, yo hoy me siento más cómoda con la carne y el impudor del desnudo. Pero no del desnudo de los calendarios, sino del de los ambulatorios. Ahí está la gracia y simultáneamente la tragedia.

P. ¿Quién dice más verdad: Friedrich Nietzsche o Elvira Navarro?

R. Cada uno a su manera y en su contexto dicen muchas cosas con sus modos de vestirse literariamente. Que sean verdades o no es otro asunto. Pero que ambos son honestos desde el punto de vista ideológico no me cabe duda.

P. ¿Elvira Navarro o Marine Le Pen?

R. Esta pregunta no me la puedes estar haciendo en serio.

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