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Persecución al aire libre

En los últimos tiempos profeso una poética de caracteres medioambientales, por llamarla de algún modo. No quiero ponerme refitolero, sino todo lo contrario: aspiro a la levedad, a la ligereza, a decir las cosas como si nada. (El adjetivo refitolero es un poco refitolero en sí mismo, poco corriente, pero se trata de una palabra de familia, se decía en mi casa, y uno debe ser fiel al léxico familiar, sobre todo cuando va cumpliendo años y se va quedando sin demasiadas cosas a las que serles fiel.).

Mi preceptiva literaria se puede resumir en lo siguiente: la búsqueda del aire libre. Que corra el aire. Que corra entre las líneas de la página que uno está escribiendo. Que corra a través de cada palabra. Que corra entre el lector y el escritor. Que corra por entre las rendijas que las ideas tienen. Que corra, sobre todo, alrededor de la persona del articulista, del poeta, del crítico. Para que se les vaya el polvo acumulado por el tiempo, el polvo inevitable de las bibliotecas y los libros, el polvo de lo que se sabe demasiado y de lo que demasiado se ignora, el polvo de los solemnes, el polvo de los pedantes, tan polvorientos, el polvo de los academicismos y las prosopopeyas. Aire, que me lleva el aire.

Todo debe estar bien aireado, bien oreado, bien limpito. Aire para respirar hondo, porque la literatura -eso me parece, cada vez más- consiste en una forma de respiración a través de las palabras encadenadas, una música verbal que administramos y nos administramos, para acompañar nuestra respiración en el mundo, y ambas nos mantienen con vida.

Hace algunos años titulé un libro de aforismos La arquitectura del aire. Se trataba de un guiño al gran George Santayana, uno de mis filósofos favoritos, un perfecto ejemplo de escritor aéreo, y que nos legó una sentencia transparente y enigmática, una reflexión que nos deja, al mismo tiempo, perplejos y conformes: El aire libre también es una forma de arquitectura.

Desde entonces, persigo ese imposible de que mis frases estén rodeadas de aire, o al menos que lo parezcan. Que contengan una bocanada de aire fresco, de aire puro. La sintaxis no es una variedad de la gramática, sino un fenómeno meteorológico. Para aprender a manejarla desde el punto de vista literario, no hay que pasarse las tardes haciendo arbolitos de análisis más o menos generativista, de esos que señalan el sintagma nominal y el sintagma verbal, y toda la marabunta de elementos restantes. No, para manejar la sintaxis con sensatez, hay que mirar las nubes cuando pasan por el cielo, hay que observar la lluvia cuando cae, y después procurar que las palabras se sucedan las unas a las otras con algo de esa facilidad prodigiosa.

La buena sintaxis no debería ser una manifestación muy diferente al acontecimiento de una brisa, a poder ser marina, con sustancias suspendidas invisibles, con yodos y alquitranes profundos que entran en el lector al respirar.

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