Las civilizaciones sin una buena prosa literaria, esculpida durante algunos siglos, están condenadas a la indigencia: la indigencia intelectual, la indigencia espiritual y la indigencia material. Sí, también la material, la económica, porque sin una buena prosa literaria no se redactan leyes comprensibles, ni se escriben relaciones acerca del comercio conveniente a los países, ni se da cuenta de los sucesos en los periódicos, ni se hace inventario de los viajes y descubrimientos de las naciones, ni se inventan historias que después leerán los individuos cuando descansen de hacer negocios, y redactar leyes, y viajar, y hacer más prósperas a sus repúblicas.

Cuando hablo de la necesidad de proveerse de una buena prosa literaria, no me refiero sólo a la conveniencia de poseer una buena prosa para escribir literatura, sino al innegable provecho de poseer una prosa para escribir cualquier género de asuntos. La prosa constituye una infraestructura más, una herramienta más, un utensilio más. Llega un momento en que se escribe como se viaja en carro o a caballo por una calzada, como se cava un agujero con un pico, como se riega el campo mediante un sistema de acequias ordenado (la sintaxis no es otra cosa, sino una eficaz red de riego para la inteligencia, a través de conducciones verbales que se entrelazan).

Los siglos de oro fueron siglos imperiales para la historia de España, entre otras cosas, porque nos dotaron de una prosa literaria con la que poder decir cualquier cosa, y decirla bien, con exactitud, con precisión, con profundidad. La prosa española, desde los siglos de oro, representa un excelente instrumento para la acción, igual que una carabela, o una catapulta, o un arado.

Teresa de Cepeda y Ahumada, santa Teresa de Jesús, y Miguel de Cervantes Saavedra son dos emblemas de la prosa literaria española tal y como trato de explicarla. Una prosa escrita como se respira, como se come, como se tienen los sueños; una prosa utilizada para explicar los sueños que se tienen, para referir lo que se come y por qué se come, para entender lo que se respira y por qué se necesita respirar.

Teresa de Jesús, como se sabe, fue una víctima temprana de la lectura, igual que Alonso Quijano, el personaje de Cervantes, otro damnificado de los libros que leyó en su biblioteca. El padre de Santa Teresa era aficionado a la literatura, sobre todo a la poesía, y dejó en manos de su hija algunos romanceros, por lo que la niña dio en desear correr aventuras y granjearse una vida viajera. En la Vida de santa Teresa de Jesús (tal vez la mejor autobiografía de la literatura española de todos los tiempos), cuenta la autora cómo se fugó de casa en compañía de su hermano Rodrigo, para alcanzar tierra de moros, pidiendo limosna durante el camino, y ganarse allí el martirio mediante el descabezamiento.

Santa Teresa se pasó la vida yendo de un sitio a otro: «fémina inquieta y andariega», la describió uno de sus enemigos, el nuncio Felipe Sega, perseguidor de reformistas. Viajó de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, para fundar conventos de las Carmelitas Descalzas, y sus obras son, en su mayor parte, encargos para dar cuenta de sus trabajos (Libro de las relaciones, Libro de las fundaciones, Libro de las constituciones), y para informar de sus «parajismos», de sus conversaciones místicas con la divinidad (Camino de perfección y Las moradas, sobre todo).

Miguel de Cervantes también fue un individuo inquieto y andariego. El azar lo llevó a Italia -como sucedía con todas las mentes despiertas- y allí se empapó de su cultura, de su paisaje y de sus buenos vinos. Fue soldado en la batalla de Lepanto, estuvo cautivo en Argel, y viajó por Andalucía como comisionario de provisiones, primero, y como recaudador de impuestos atrasados, después.

Desde el punto de vista literario, su carrera de autor sabemos que fue un fracaso relativo. Quiso ser dramaturgo de éxito, pero sus modelos latinos no eran del gusto popular. Lope de Verga -que lo llamó «ingenio lego»-, con su «arte nuevo de hacer comedias», que mezclaba el drama y la sátira, lo alto y lo bajo del mundo, triunfaba en los corrales. Concibió, y parece que empezó a escribir, el Quijote en la cárcel, adonde fue conducido por apropiarse de dinero público.

Cervantes y santa Teresa han sido acusados de descuidos verbales, de impurezas estilísticas, de torpezas estructurales. Esa majadería es muy común entre quienes confunden la redacción con la verdadera escritura, que siempre es un destilado impuro, como los latidos del corazón, o como los humores corporales.

Y es que Santa Teresa y Cervantes, además de entretenernos, además de conmovernos, además de enseñarnos, estaban, junto con otros muchos, construyendo la prosa con la que todos íbamos a vivir mejor.