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El humanismo cascarrabias

El humanismo cascarrabias

Lo más probable es que, si Josep Pla y Paul Léautaud hubiesen tenido cierta intimidad, se habrían mandado recíprocamente a tomar por saco. No a freír espárragos, ni a tomar vientos, ni a la porra: se habrían enviado, como poco, a tomar por saco. Para ser fieles a sí mismos desde el punto de vista literario -algo que mantuvieron contra las modas, contra los bienpensantes, contra los directores de las revistas en donde trabajaron, contra sus editores- necesitaban manifestarse como cascarrabias permanentes, como gruñones de guardia, como disconformes sistemáticos. Lo dijo Léautaud, pero podría haberlo dicho también Pla: coqueteaba con que sus últimas palabras serían «Me arrepiento de todo», pero parece ser que fueron «Dejadme en paz». Amén.

Aunque en la obra de Pla, tan afrancesada, tan del gusto por los grandes escritores sin género definido, hay algunas alusiones a Paul Léautaud, no son muchas, apenas una cita en Notes disperses (según indica Arcadi Espada) y el apunte de que vuelve a leer al francés, y le sigue gustando, en Notes per un diari, unos apuntes telegráficos en donde da cuenta de su relación epistolar y física con Aurora Perea, una vieja amante a la que visita en Buenos Aires, con el consentimiento de su marido.

Hay pocos escritores tan grandes que me parezcan tan afines en tantos aspectos. Los dos fueron grafómanos. Pla escribió más de treinta mil páginas de alta literatura que a veces se disfrazaba bajo la apariencia de los géneros (cuentos, libros de viaje, retratos, biografías, artículos), pero cuyo propósito único era levantar la mejor prosa autobiográfica catalana de todos los tiempos; Léautaud es el autor de un Diario literario en diecinueve volúmenes (hay algunas antologías traducidas al español), así como de varias novelas de juventud, marcadas por su condición de niño abandonado por su madre, cantante de opereta, nada más nacer (Le petit ami, 1903, In memoriam, 1905, y Amours, 1906). Publicó además volúmenes de artículos, de sus críticas teatrales, de su correspondencia.

Los dos fueron dos temperamentos blindados contra las ilusiones humanas, contra las ambiciones sociales, contra las esperanzas; dos cínicos que hicieron de la ironía una forma sentimental de estar en el mundo, abominando de toda sentimentalidad.

Los dos retrataron, como casi ningún escritor de su época, la época que les tocó vivir. Los Homenots de Pla no sólo son una colección de retratos literarios de los grandes personajes catalanes que conoció, sino la mejor crónica de un tiempo, y lo mismo se puede decir de sus grandes reportajes sobre el advenimiento de la República, o de sus ensayos antropológicos, como Els pagesos. Los diarios de Léautaud constituyen la historiografía íntima de la vida parisina durante los años en que fue escrito.

Los dos sentían aversión física hacia la grandilocuencia, hacia la literatura «literaria», hacia todo estilo que no fuese sencillo, claro, directo, hacia la ficción. Cuando Pla cita a Léautaud es para gruñir: «¿Cómo puede un hombre, pasados los cincuenta, escribir todavía novelas? ¿Cómo puede incluso, a esa edad, leerlas? La poesía y la novela constituyen, en verdad, la parte inferior de la literatura.».

Los dos cultivaron una suerte de misantropía esteticista y enfurruñada, junto con una misoginia que no resultó incompatible con los amores y los amoríos. Sin embargo, la profundidad de sus prospecciones en el alma humana -la propia y la ajena- nos los muestran como dos sabios analistas de las pasiones. Pla más recatado, más distante, más contenido (recomendaba a sus lectores no dejar escapar a cualquier mujer a la que le gustara razonablemente el sexo y no estuviese del todo loca); Léautaud, siempre impudoroso (le negaron dos veces el Premio Goncourt por «inmoral»), sin miedo a resultar obsceno. En sus Propos d´un jour (Palabras efímeras, en español), habla del amor físico, de los celos y del deseo con hondura y claridad quirúrgicas.

Aunque durante su juventud ambos tuvieron veleidades de escritor elegante, y hay fotos en que podemos verlos atildados, acabaron durante su vejez adscritos en el bando de los dandis salvajes. Pla, que había sido un viajero por todo el mundo, se disfrazó de huraño propietario cazurro, con boina incluida, en su masía de Llofriu. Léautaud se vistió de mendigo perpetuo, con un sombrero roto y unos harapos, y se rodeó de toda clase de animales en su casa de las afueras de París (llegó a acoger, según refieren sus biógrafos, a más de cincuenta gatos).

Si se hubieran conocido, se habrían leído con admiración, se habrían sentido espíritus afines, y se habrían enviado a tomar por saco.

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