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El siluro resbaladizo

El siluro resbaladizo

Por más que la llamemos tierra firme, la Tierra no constituye un cuerpo del todo sólido ni tranquilo. Continuamente se suceden cambios en su interior, movimientos sísmicos más o menos violentos, que pueden devastar ciudades tan distintas y distantes como Pompeya o Katmandú.

Los chaga, pueblo africano que vive en el entorno del monte Kilimanjaro, están persuadidos de que la causa de los temblores de tierra son sus antepasados, que manifiestan así su descontento hacia ellos, golpeando violentamente con la cabeza las pesadas losas que cubren sus tumbas.

Por eso, cuando van a enterrar a alguien, le hacen grandes sacrificios y, antes de abrir la fosa, golpean la tierra con los nudillos, como si llamaran a una puerta.

—¿Hay alguien ahí? -preguntan con una voz llena de respeto y sigilo-. ¿Hay alguien ahí? ¿Queda sitio para uno más?

Y solo cuando creen ver que un tallo de hierba se inclina o un escarabajo se yergue sobre sus patas traseras y saluda al sol, en señal de asentimiento, proceden al entierro.

Otro pueblo africano, los wanyamwasi, tienen una explicación más imaginativa. Según ellos, un lado del disco de la Tierra descansa sobre una montaña, mientras que el otro lado está sostenido por un gigante, cuya mujer, a su vez, soporta el vasto cielo sobre sus espaldas.

Cada vez que el gigante abraza a su mujer y hace el amor con ella, la Tierra entera tiembla.

—Hoy le falta empuje -dicen los wanyamwasi, comprensivos.

O bien comentan:

—Hoy desborda de pasión.

E intentan alejarse y ponerse a salvo, mientras cuentan las gigantescas acometidas.

En Japón, los cuentos tradicionales más antiguos explicaban que la causa de los terremotos era un dragón que recorría las profundidades de la Tierra, como una enorme lombriz enfurecida, y se restregaba contra las paredes de los túneles para aliviar sus ardores.

En algún momento, los japoneses dejaron de creer en esas bestias mitológicas, y el dragón fue sustituido por un pez llamado Namazu, un siluro negro, descomunal, de largos barbillones y tacto de anguila, que no solo provoca los terremotos sino también los tsunamis.

Kashima, el buen dios bigotudo que protege al país, es el único que puede vencer al resbaladizo Namazu. Unas veces salta sobre él y le pisa la cabeza con sus pies de uñas afiladas. Otras, deja caer sobre él el peso de una gran piedra azul, cuadrangular, cubierta de letras rojas, que goza de poderes mágicos.

Pero, en cuanto Kashima se adormila o se distrae, Namazu se escabulle y vuelve a remover las tierras y las aguas.

En Japón, el mes de octubre se llama el mes sin dioses, porque es entonces cuando las divinidades como Kashima, fatigadas por el exceso de homenajes recibidos a lo largo del año, se retiran a un santuario remoto.

En octubre de 1855, un gran terremoto sacudió la ciudad de Edo, hoy Tokio, y causó miles de muertos. Obviamente, fue el retiro de los dioses lo que permitió a Namazu eludir su vigilancia y remover los cimientos de las islas. El suceso fue conmemorado en numerosos grabados sobre madera, muy populares en Japón, donde se escarnece al siluro por ser un cobarde ante los dioses, y actuar solo cuando no es visto. La burla se extiende a los comerciantes sin escrúpulos, que se enriquecen con la destrucción y las desgracias ajenas, y a los funcionarios ineptos, incapaces de prevenir las catástrofes.

En algunos casos, los grabados representan a Kashima dirigiendo la reconstrucción de la ciudad. Sostiene su piedra cuadrangular mágica sobre la cabeza de Namazu, en castigo por sus fechorías, o se la muestra a otros siluros más pequeños, que personifican terremotos anteriores.

Esos siluros, arrepentidos, se defienden explicando que actuaron así por los ataques de celos que les inspiraban otros peces, como las carpas, que recibían más atenciones divinas.

Otro grabado muestra cómo, tras el terremoto, cortesanas y bufones atacan a Namazu con toda clase de armas, desde cuchillos a agujas de tejer, en un barrio de Edo recién destruido. Sin embargo, el siluro cuenta con amigos y defensores entre los carpinteros y otros artesanos, decididos a obtener beneficios de la catástrofe.

En otro grabado, en fin, Namazu, acompañado de un tambor, baila ante Kashima una danza tradicional presuntamente cómica, mientras entona una canción de disculpa:

Mi señor Kashima me invita a su palacio,

a mí, humilde siluro de las profundidades.

De repente, estoy preso.

Me corta en pedazos, cubre mis ojos de sal

Y se dispone a comerme

para castigarme.

Algunos grabados donde aparece Namazu tienen poderes mágicos. Por eso se recomienda colgarlos en las casas, como protección contra futuros terremotos.

Basándose en que se ha visto a los siluros comportarse de forma errática en lagos y estanques antes de un movimiento sísmico, como si lo presintieran, algunos creen que la relación de los siluros con los terremotos tiene una base científica, y que si se les pusiera en observación servirían para predecirlos.

Otros, más prácticos, consideran que esa conducta errática, en caso de existir, debería aprovecharse para pescarlos.

Cuenta el Kojiki o Crónicas de antiguos hechos, la primera

obra literaria de Japón, que, cuando el cielo y la tierra empezaron a existir, varios dioses emergieron del caos. La tierra flotaba como si estuviera sobre aceite, y de ella brotaron unos juncos. De esos juncos nacieron otras divinidades, y luego otras.

Los últimos dioses de esa generación fueron Izanagi, que quiere decir el hombre que invita, e Izanami, que significa la mujer que invita.

Las divinidades que se habían originado antes encargaron a Izanagi e Izanami la tarea de crear la tierra sólida, y les entregaron una lanza celestial. La joven pareja subió al puente del arco iris, sumergió la lanza en la masa informe de tierra y mar y la agitó un poco.

Una gota que cayó de la punta formó la primera isla de Japón, Onokoro. Izanagi e Izanami construyeron en esa isla un palacio muy hermoso. Como ocurre entre las parejas jóvenes, cada uno encontraba muy atractivo al otro. Un día, Izanami examinó su cuerpo y comentó:

—¡Qué raro! Es como si me faltara una parte. En cambio, aquí arriba es como si tuviera un exceso de carne.

—Es curioso -observó Izanagi- porque a mí me ha crecido la parte que a ti te falta. Y por arriba soy liso, no como tú.

—Eres un hombre fascinante -replicó Izanami. Podríamos unir ambas partes, si quieres.

Las unieron y comprobaron que encajaban perfectamente. Pasado cierto tiempo, Izanami dio a luz a su primer hijo. Fue una gran desilusión, porque resultó ser una sanguijuela, a la que pusieron en una canasta y dejaron ir río abajo. El segundo hijo resultó ser otra isla. Izanagi consultó a los dioses que se habían originado antes, y les preguntó por qué Izanami y él no llegaban a concebir hijos normales.

—Es culpa de Izanami -le dijeron-, porque ella te hizo la primera proposición.

Cuando volvieron a encontrarse, Izanagi habló en primer lugar.

—Eres una mujer muy atractiva -le dijo-. Podríamos hacer el amor, si quieres.

Lo hicieron, pero el resultado tampoco fue satisfactorio. Izanami engendró a todas las islas de Japón y a algunos elementos, pero murió tras dar a luz al dios del fuego.

Izanagi lloró mucho, y otros dioses nacieron de sus lágrimas.

La añoraba tanto que fue al inframundo a buscarla.

—Vuelve a la Tierra -le dijo a Izanami, cuando la encontró en la oscuridad-, y vive conmigo en nuestro palacio.

—Antes he de preguntarles a los dioses del inframundo -dijo ella-. Volveré enseguida, pero no me mires.

Izanami tardó tanto que Izanagi se desesperó. La buscó con la mirada y vio que tenía el cuerpo cubierto de gusanos, que la devoraban. Esos gusanos eran los dioses del tiempo. Avergonzada de haber sido vista en esa condición, Izanami se enfadó mucho, e hizo que Io expulsaran del inframundo.

Izanagi regresó a su hogar y se bañó para purificarse. Mientras se desvestía, nuevas divinidades surgieron de su ropa, y otras más cuando se bañó. Algunos de esos dioses fueron los antepasados de las familias japonesas más importantes, que dieron lugar a los emperadores del Japón.

Los indios araucanos, que se llaman a sí mismo mapuches, cuentan esta historia en la que recrean el origen del mundo y las consiguientes transformaciones de la tierra:

—Nuestro buen Dios, el viejo Chau, a quien llaman el Padre Sol -vienen a decir-, había vivido siempre en el cielo azul con su madre, que también era su esposa y se llamaba la Madre Luna, la Reina Azul, la Reina Maga o Kushe, que en su idioma quiere decir Bruja o Sabia. Y Dios y su esposa estaban allá arriba con todos sus hijos. Eso fue, naturalmente, antes de que viniesen los blancos y los mataran.

Sucedió que, después de haber creado Dios el mundo con tanto afán y de haber puesto sobre la tierra tanta gente y tantos animales, proporcionándoles alimento, sus dos hijos mayores empezaron a llamar a los menores a la desobediencia, diciéndoles:

—¿Acaso no es hora ya de que reinemos nosotros? Ellos ya tienen el cielo. Al menos, deberían dejarnos reinar en la tierra.

También los menores se pusieron a pensar y a conspirar. Al verlos, el buen viejo Chau se impacientó. Quería perdonarles, sobre todo para no disgustar a la madre, pero sus hijos mayores siguieron murmurando y los menores manifestaron su deseo de crear también seres humanos y animales.

Eso enfureció al buen viejo Chau. Asió a sus hijos mayores, que eran unos gigantes, por el penacho que coronaba sus cabezas y que era un distintivo de mando entre los antiguos araucanos, y los zarandeó varias veces, arrojándolos luego desde el cielo a la pedregosa tierra.

Al caer, los enormes cuerpos de los hijos del viejo Chau arrancaron tremendos fragmentos de montañas, destruyeron las cumbres de los cerros y lo trastocaron todo. Sus cuerpos, al tocar tierra, formaron unos hoyos gigantescos y se rompieron en mil pedazos, muchos de los cuales aún están por ahí, convertidos en los acantilados de la costa o en aglomeraciones de rocas de extrañas formas.

Cuando la madre vio despedazados a sus hijos, empezó a lamentarse y a llorar. Sus lágrimas caían sin cesar y su pena aumentaba al ver que el buen viejo Chau, en su furia, mandaba a la tierra rayos abrasadores, para acabar de destruir los despojos de sus hijos. Pero la Madre Luna solo podía llorar y llenar con sus lágrimas los inmensos valles, que más tarde se convirtieron en el lago Lácar y el lago Lolog.

Conmovido al fin, el buen viejo Chau quiso volver a llenar de vida los despedazados cuerpos de sus hijos mayores. Pero estos se encontraban demasiado dispersos, y los hombres se habían acostumbrado a ellos, razón por la que prefirió dejar la Tierra como estaba y concentrarse en la educación de sus hijos menores.

Y a estos, al ver lo sucedido a sus hermanos mayores, se les quitaron las ganas de crear seres humanos y otros animales. Por eso no hay especies nuevas, y seguimos siendo los mismos.

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