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La belleza,la tierra y la palabra

La belleza,la tierra y la palabra

Cuando llegó a mis oídos que un paisano de Pedralba, Amadeo Laborda, iba a presentar un libro en el que el protagonismo se compartía entre la infancia y el territorio de nuestra Serranía, me dije, bueno, otro libro en el que alguien, bienintencionado, evoca su niñez y habla de su pueblo con más cariño que atino literario. Entiéndanme, la ley de probabilidades trabaja contra nosotros. Una comarca como la de La Serranía del Turia, con menos de 17.000 habitantes, tenía su cupo de buenos novelistas completo con la figura de Alfons Cervera, no sólo para ésta, sino para alguna generación más.

De todas formas, cuando el editor me propuso hacer una presentación en Sot de Chera, me puse a su disposición porque el simple hecho de coger una pluma y hablar de nuestro entorno me merece el mayor de los cariños. Desde luego que aquella iniciativa tuvo su recompensa al conocer al autor, pero esa es otra historia, que poco tiene que ver con mi primera apreciación de la obra.

Pero en cuanto leí las primeras líneas me di cuenta de que estaba felizmente equivocado. En esa supuesta novela había talento literario; lo exudaba desde el contenido, muy alejado de las pinceladas narrativas de las novelas al uso, hasta el estilo, donde todos los tropos, la metáfora, la comparación, la sinestesia, la hipérbole, la adjetivación no se quedan como meros artificios sino que sirven al propósito del recuerdo y son buscados en el mismo baúl donde éste, en forma de anécdota, de olor (el más evocador de los sentidos) o de sensación, han sido guardados. Es prosa poética, hay lirismo, búsqueda intencionada de la belleza a través de las palabras, y esa belleza la encuentra en el recuerdo infantil y cotidiano, real o espurio, y la pone al servicio de la memoria.

Esos recuerdos no se rescatan siguiendo una línea temporal fija sino que van saltando en el magma de la memoria y dentro de esa caldera magmática son los hechos más banales (y a veces los menos) los que sirven de seleccionador en ese vaivén caótico. Efectivamente, todo juega a favor de la evocación: las sensaciones descritas, como aquella eternización del tiempo de la infancia, la propia elección del vocabulario, con palabras que se sitúan en aquellos primeros paisajes de nuestra propia memoria serrana (basquet, cambra, atarantados, laminero) y que te acercan más al autor, y las situaciones que a base de reiterarse en el entorno rural (las escobas barriendo las calles, las posturas de los abuelos paseantes, el pan con aceite y sal) nos alcanzan a todos los que hemos tenido una infancia rural.

¿La evocación supone en todos los casos un ejercicio de nostalgia? No siempre, aunque en este caso sí, lo reconoce la propia obra cuando dice que «luego cuando lo crees que lo eres [mayor] te gustaría convertirte en un crío». Realmente no son los escenarios de la infancia lo que se echa de menos, sino la propia infancia. Lo que sí que es cierto es que éstos hacen que aquella sea más o menos rica, y no hay nada como la relación que se establece entre un pueblo y un niño, una relación trufada de grandes elementos como la familia, la magia, la muerte, y de pequeños detalles de los que el autor es tan buen descriptor. En la memoria de este libro se mezclan y a veces confunden, lo real, lo soñado y lo imaginado, pero su eficacia viene dada en que resulta tan verosímil aquello que el autor ha rescatado de su infancia, como lo que ha tomado prestado de otras o simplemente lo que la ensoñación de su escritorio ha ido añadiendo a la obra.

No puedo, por tanto, más que recomendar su lectura. Todos los que lo leamos encontraremos retazos de nuestra propia memoria; algunos, los que nos hemos criado en el mundo rural, comprobaremos que hay muchos más encuentros que desencuentros con la memoria del autor; y unos pocos, los que compartimos territorio, no sabremos distinguir entre la una y la otra.

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