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Kant y los habitantes de otros mundos

Recientemente la NASA ha anunciado el descubrimiento de siete exoplanetas con características similares a la Tierra. Todos ellos orbitan en torno a una pequeña estrella y todos ellos podrían albergar vida. La idea de un universo lleno de vida fascinó al joven Kant, que tenía sus propias opiniones al respecto y que plasmó en su fascinante «Teoría del cielo».

Kant y los habitantes de otros mundos

El joven Immanuel Kant ambiciona ser un hombre de letras, no un simple académico. De sus intentos por llegar al gran público, el más notable es la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo. No es un libro de metafísica como los anteriores sino una teoría del todo. Ambición no le falta. Logra publicarlo pero, tras la bancarrota de su editor, se destruyen la mayoría de las copias de su libro. El volumen intenta mostrar, mediante principios mecánicos, cómo ha surgido el mundo. Y esos principios son los de su admirado Newton. En él se dice que, como consecuencia inmediata de la presencia divina, un tipo de materia básica llena un cosmos infinito en el espacio y el tiempo. Esa materia se va ordenando gradualmente del centro hacia afuera, abandonando el estado caótico en el que se encontraba. La mano ordenadora es una fuerza de atracción que, combinada con la repulsión, confiere la rotación a los astros e inicia el lento proceso de formación de los sistemas planetarios. Ese ordenamiento cósmico es un proceso continuo e inconcluso, y llevará toda la eternidad completarlo. El cosmos ha tenido un comienzo pero carece de final. Kant, que todavía no era el gran censor de los vuelos de la metafísica, especulaba con la idea de que no éramos los únicos habitantes del universo. Debía haber vida inteligente en otros planetas (más inteligente conforme aumentaba la distancia al sol), aunque no llegó a plantear la cuestión de si Cristo había muerto también por los extraterrestres. Consideró incluso la posibilidad de que el alma después de la muerte fuera a vivir a otros planetas y tuvo la osadía de levantar todo el edificio universal sin la ayuda de principios teológicos. No encontramos en su Teoría del cielo un plan divino o el principio de razón suficiente, bastan las leyes de la física, la materia y la fuerza. Henry

El mecanicismo será el recurso de Kant para emanciparse de la teología. Su naturalismo es muy inglés, se inspira en los escritos de Addison y en el Ensayo sobre el hombre de Alexandre Pope. Escribe sobre la creación en todo su alcance espacio-temporal, sobre ese «edificio universal que cautiva la fantasía», un «encanto» al que se entrega la razón al considerar tanta magnificencia. Y sometido al magnetismo de la gran cadena del ser, concibe el conjunto de las estrellas como un sistema como el solar, eslabones de una misma cadena vinculados a la ley primera. Extrae la idea de Newton, el «gran admirador de los atributos de Dios», en cuya figura se combinan el más profundo entendimiento de la perfección cósmica con la máxima piedad frente a la omnipotencia divina. Toda la creación está penetrada de fuerzas divinas y la ley que rige lo natural es la de atracción, que no sólo preserva la reproducción animal sino que sostiene las estrellas fijas. Una propiedad de la materia que se extiende por todas las dimensiones del espacio y que es la primera fuente del movimiento. Independiente de cualquier causa ajena, nada puede detener el ímpetu de la atracción. No sólo ha puesto en movimiento a las estrellas fijas, a pesar de sus inconmensurables distancias, sino que las mantiene unidas. Y se pregunta dónde termina la creación misma y comienza la dispersión. Y responde que es necesario que el espacio no tenga límite. Y si el espacio es infinito, estará animado por innumerables mundos y esa vinculación sistemática deberá extenderse al conjunto, reuniendo el universo entero, y esa estructura global es la huella de la voluntad divina, que relaciona todos los sistemas con un centro común.

El centro del mundo

Desde ese centro de atracción divina ha surgido la naturaleza. En cuando nos alejamos de él, crece la dispersión. La creación se inicia allí y se extiende en continuo progreso hacia regiones más lejanas. Y aunque el mundo nos parezca perfectamente formado, en realidad no lo está. El centro de la naturaleza se ha librado por completo del caos, pero en la periferia ese caos subsiste, aunque se va subsumiendo en el orden conforme avanza la creación. El cosmos no está hecho, se va haciendo. Y en su hechura se invierte una eternidad. «Si pudiéramos pasar más allá de cierta esfera, veríamos allí el caos y la dispersión de los elementos que en la medida que están más cerca del centro, abandonan parcialmente el estado primigenio y se acercan a la perfección de la estructura, pero se pierden poco a poco en la dispersión completa de acuerdo con los grados de alejamiento». Un universo en construcción en el que la actividad ordenadora de lo divino va ganando parcelas al caos. La creación no es obra de un momento, después de haberse iniciado, «continúa obrando con grados cada vez más fecundos durante todo el trascurso de la eternidad», y así llegarán a la perfección nuevos mundos y sistemas universales, y ese vínculo con el centro ordenador de la creación se obra mediante la atracción. Kant desconoce la entropía: «la infinitud de las épocas futuras que la eternidad producirá inagotablemente, llenará de vida todos los espacios de la presencia divina y los elevará a la regularidad que corresponde a la perfección de su proyecto». Y si pudiéramos abarcar este inmenso proceso con un golpe de vista, lograríamos ver espacios universales y la creación concluida. Y el filósofo de la sospecha concluye afirmando que la creación no será nunca terminada, que ha empezado una vez pero que nunca finalizará, siempre está obrando en su lucha contra el caos para producir nuevos mundos. La fertilidad de la naturaleza es ilimitada por ser el ejercicio mismo de la omnipotencia divina. Y aunque innumerables flores e insectos destruye un solo día de frío, al igual que perecen mundos y sistemas universales, pero la creación continúa inagotable para reemplazar con ventaja la pérdida. La destrucción es un matiz para la creación de soles. Los sismos, inundaciones y cataclismos exterminan a pueblos enteros pero no parece por ello que la naturaleza haya sufrido desventaja. Mundos y sistemas enteros salen del escenario después de haber cumplido su papel. Y una Vía Láctea es respecto a su sistema como un insecto respecto a la tierra. Por lo que conviene ver en las destrucciones los caminos ordinarios de la providencia e incluso verlas con cierta satisfacción. Nada conviene mejor a la riqueza de la naturaleza que esto. Y admite, en un acceso de humildad, que no es del todo esclavo de sus conclusiones y que a su teoría se le puede reprochar falta de pruebas.

La frialdad de la inteligencia

Kant sigue la cosmología de Thomas Wright y, aunque no comparte el entusiasmo del inglés ante una creación compenetrada de fuerzas divinas, lanza una suposición sobre los diferentes grados de los espíritus en función de su lugar de residencia, es decir, de la distancia que ocupan respecto al centro de la creación. Y considera que es más probable encontrar la clase de seres razonables más perfectos más bien lejos de ese centro que cerca de él. La perfección de la criatura está relacionada con la fineza de la materia de la que está hecha, que determina su percepción e influencia sobre el mundo. Parece hablar de los ángeles cuando afirma que «la inercia y la resistencia de la materia limita demasiado la libertad de los seres espirituales». Cerca del centro de la naturaleza es razonable suponer especies más densas y pesadas, y en distancias mayores grados progresivos de fineza y levedad y una mayor claridad en las impresiones.

La relación inversa al cuadrado de la distancia afecta a la inteligencia: «La calidad de los seres racionales, la velocidad de sus concepciones, la claridad y hondura de sus conceptos que reciben por impresión exterior, finalmente la rapidez en la verdadera acción, en una palabra, toda la amplitud de su perfección está sometida a cierta regla de acuerdo con la cual aquellos son de mayor calidad y excelencia en proporción de la distancia de su residencia al sol». Los seres espirituales están en dependencia necesaria de la materia, están entrelazados con ella, y en el frío y en la distancia se piensa mejor. Y Kant ofrece un gráfico ejemplo: de un lado, el próximo al sol, vemos seres racionales entre los cuales un cafre o un esquimal sería un Newton. Del otro, en la distancia gélida, a Newton lo considerarían un mono.

El centro de la naturaleza es al mismo el comienzo de la formación de la materia primigenia y su límite con el caos, de ahí que surjan las familias más imperfectas respecto a lo que se refiere a la razón y una clase inferior de seres espirituales que depende en exceso de la materia. Constituye algo así «como el comienzo de la especie del mundo espiritual». En nuestro propio sistema planetario, la densidad de la materia va disminuyendo en grado constante con la distancia al sol, estando las especies más livianas a mayor distancia. Ello permite a Kant dar rienda suelta a la imaginación y especular sobre los habitantes de otros planetas. «Si bien tales fantasías no pueden ser probadas ni refutadas, debo confesar que las distancias de los cuerpos siderales al sol influyen en los seres racionales que en ellos habitan, y su manera de actuar y sufrir, sus impresiones en suma, está ligada a la calidad de la materia con la que están vinculados». Para Kant no hay duda de que todos los planetas deben estar habitados, del mismo modo que hay vida en los desiertos y océanos. «¿No sería más bien un signo de pobreza en vez de abundancia si la naturaleza no presentara en cada punto del espacio todas sus riquezas?» Lo que ahora no está habitado, con el tiempo lo estará. «Que un planeta llegue más tarde a esta perfección no disminuye en nada la finalidad de la existencia.» Además, cada ser vivo depende de su hábitat, «los habitantes de la Tierra y Venus no pueden intercambiar sus residencias sin su propia muerte.»

La naturaleza humana ocupa un peldaño intermedio en la escala de los seres, pero «las perfecciones de Dios no son menos maravillosas en las clases más bajas que en las más elevadas». La cosmología de Kant concluye con una cita del poeta Alexandre Pope y otra del naturalista Von Haller, ambas hacen referencia a la gran cadena del ser. Para el suizo las «estrellas son tal vez sede de espíritus sublimes, como aquí reina el vicio, domina allá la virtud». Y cierra con una estrofa del inglés: ¡Vasta cadena del ser! Que empezó desde Dios / naturalezas etéreas, humanas, el ángel y el hombre / La bestia, el ave, el pez, el insecto, que ningún ojo puede ver,/ ningún anteojo alcanzar; del infinito hasta ti, / de ti a la nada.

Pero el genio de la crítica no quiere concluir sin una pregunta. No sabemos con certeza qué es el hombre. No sabemos si su alma quedará ligada al planeta Tierra por toda la infinitud de su duración futura que el sepulcro no interrumpe sino transforma. No sabemos si conocerá de cerca aquellos cuerpos lejanos del universo. Acaso se están formando en la lejanía nuevas residencias que la acojan cuando se haya cumplido nuestro tiempo aquí. «¿Quién sabe si aquellos satélites giran alrededor de Júpiter sólo para iluminarnos alguna vez a nosotros?»

Y cierra como un poeta: «Después que la vanidad haya exigido su parte de la naturaleza humana, el espíritu inmortal se levantará con veloz impulso sobre todo lo que es finito y continuará su existencia en una nueva relación respecto de toda la naturaleza que surge de una unión más íntima con el Ser supremo». El Kant precrítico considera legítimo deleitarse en tales vuelos. El cielo estrellado de una noche serena lo justifica.

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