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Nevera y pensamiento

Es abrir la nevera, y desatárseme la cosa de cavilar, lo que otros llaman pensamiento; pero que en mi caso a lo mejor es un término demasiado pretencioso. Me conformo con la cosa de cavilar, sea lo que sea esa cosa. Abro la nevera, como digo, y ya estoy platónico-aristotélico, para que se me entienda en los círculos académicos (porque a mí todos los filósofos me parece que tienen razón, y me convencen enseguida, se me llevan al huerto a las primeras de cambio, a darme lecciones peripatéticas, y lo que se les ocurra, por los rincones de la Academia). Tal vez soy un sincrético.

El resorte meditativo que se me dispara en cuanto abro mi nevera debe de tener relación con el mismo frío. Creo que fue Nietzsche el que afirmó que los países fríos son más proclives a la filosofía. Y estaba en lo cierto. En España hace demasiado calor para pensar. No apetece. Para pensar hace falta algún tipo de recogimiento, de arrebujamiento, de apelotonamiento rubendariano, como le sucede a la Carolina de su poema «De invierno»: Medio apelotonada, descansa en el sillón, / envuelta con su abrigo de marta cibelina / y no lejos del fuego que brilla en el salón. Si alguien tiene un abrigo de marta cibelina y una chimenea en el salón, ya tiene escrita la mitad de la Crítica del juicio.

Para dar forma a un sistema filosófico que explique todos los asuntos (como son los sistemas filosóficos de pata negra), hay que encerrarse a meditar y escribir, día tras día, durante unos cuantos años, y eso sólo se puede hacer si fuera nieva, y llueve, y no hay playas, ni terrazas de café, ni solecito tentador.

De manera que mi Alemania privada, mi Dinamarca portátil, mi Inglaterra de bolsillo aparecen nada más abrir la puerta de la nevera. Qué de cosas se me ocurren, y de cuánta profundidad especulativa. Creo que mi nevera es una ventana: el dispositivo neuronal equivalente a las ventanas asomadas a un paisaje, sobre todo invernal, y que en los filósofos, y los petas, y los narradores, predispone a la escritura.

Cuando no sé sobre lo que escribir, cuando no me siento inspirado, voy a la cocina y abro la nevera. Me bastan unos instantes para encontrar el camino. La Retórica clásica dividía el discurso en tres partes fundamentales: la Inventio, la Dispositio y la Elocutio (el hallazgo del asunto sobre el que se ha de hablar, la disposición estructural de la pieza, y el embellecimiento verbal del conjunto): pues todo eso, a la vez, lo tengo en la nevera, refrigerado, fresco, o congelado a cerca de veinte grados bajo cero, que es como mejor se conservan las ideas puras.

La decrepitud de la materia y el paso del tiempo. La sabiduría de la especie para combatir la adversidad. El asombro de la aventura científica. La tecnología como instrumento metafísico. El canto a la naturaleza y sus frutos. El alimento entendido como cultura y la cultura entendida como alimento. Está todo allí, convenientemente dispuesto en sus bandejas de cristal y plástico.

Si no escribo más y mejor, no es por falta de medios, sino por la factura de la luz. Tener la nevera abierta a todas horas cuesta un riñón.

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