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Érase una vez la música

Érase una vez la música

Lejanos han quedado los tiempos en que el disco, en su forma clásica y primigenia de vinilo, constituía para el comprador una experiencia, un hecho singular que se revelaba en el tocadiscos o más tarde, en su forma más sofisticada, la cadena musical. Los jóvenes, como uno de los principales segmentos de consumidores, recibían todas las atenciones de la industria discográfica premiando su continuado y a la vez, renovado afecto discográfico. Hoy en día una gran parte de la juventud, por no decir la mayoría, se ha «desinfectado» sentimentalmente. No tiene necesidad o deseo, como las generaciones que los precedieron, las de los años 50, 60 y 70, de poseer físicamente ese objeto, el disco, en otros tiempos material sensible y sagrado. La razón resulta bastante sencilla -aunque las causas y las consecuencias hayan acabado siendo bastante complejas-, la música se ha vuelto accesible. Sin fronteras. En ese nuevo campo estratégico comprar un CD, por referirnos al último gran soporte físico, ya no forma parte de sus hábitos. Ni por supuesto de sus objetivos. A diferencia de los que los precedieron, no desean ser propietarios de contenidos, se conforman con poder acceder; gracias a la entrada de las nuevas tecnologías pueden moverse libremente por el gran planeta musical. Esta «abdicación musical», el deseo o necesidad del objeto físico, se produce paradójicamente en un horizonte donde por el contrario se escucha más música que nunca y en los más variados soportes tecnológicos que se reconvierten o transforman periódicamente.

Echando la vista atrás y un poco de cronología, a finales de los años 80 del siglo xx con la irrupción del CD como sustituto del disco de vinilo se inició para la industria discográfica un periodo de bonanza. Además de sus cualidades técnicas -entre otras la de un mejor sonido- resultaba extremadamente económico de producir, factor que acabó inclinando a las discográficas todavía escépticas. Un valor o precio en el mercado a todas luces desorbitado -atendiendo a sus costos de producción- que supuso para las cuentas de las discográficas, las grandes majors, una nueva época de vacas gordas. Mientras los directivos multiplicaban sus dividendos, un nuevo factor, la irrupción de Internet, estaba a punto de trastocar el «ancien régime» con su revolución tecnológica e informativa. La música, como si hubiera recibido un hechizo o encantamiento, comenzaba a hacer su mutación de objeto material a sustancia infinita e intercambiable. La revolución del mp3 no tardaría en llamar a las puertas al mismo tiempo que el gran parque informático extendía sus fronteras.

Las ventas millonarias de Michael Jackson y Madonna, esa apetitosa galleta dorada o plateada que constituye el CD, tienen ocupadas a las multinacionales de la industria discográfica enfrascadas en poner al día sus catálogos en el nuevo soporte. Pero a este apetitoso escenario o maná discográfico se incorporan nuevos agentes, operadoras de telefonía e Internet dispuestas a comerse su parte del pastel y a ser posible la de su vecino. La música liberada de cualquier marco o soporte reductor comienza a escucharse en objetos cada vez más sofisticados y al mismo tiempo populares. El paso de un sistema cerrado que hasta entonces había gobernado la industria musical a un nuevo sistema-desconocido- pero ahora sin fronteras gracias a Internet. Para la historia quedaba el primer Homo P2P que había puesto sus ficheros a disposición de sus vecinos informáticos. La gratuidad se convirtió en sinónimo de revolución tecnológica. En forma de consumir. Y para las discográficas, y por supuesto, para los propios profesionales, artistas, músicos, el advenimiento de la «edad de las tinieblas».

En todas estas décadas aquel viejo sistema, que había señalado la industria discográfica a lo largo de una buena parte del siglo xx, ha quedado hecho añicos. La compra de música en línea con Spotify, Apple Music, Deezer, Google Music y otros como promotores, ha supuesto para las editoras una restructuración profunda de sus ingresos ahora repartidos con las plataformas de streaming. La llegada del catálogo de los Beatles a los servicios de música online señalaba el fin de una época. En este paisaje tumultuoso las discográficas han tenido que hacer frente a otras reconversiones para aguantar el tipo, entre ellas convertirse en empresas de management mientras cantantes y grupos multiplican su presencia en giros y conciertos como alternativa a la caída en picado de las ventas de discos. Pero no todo parece perdido. O completamente perdido. Catálogos como los de música clásica o jazz han conseguido posicionarse, resistiendo mejor los sucesivos huracanes. Un consumidor adulto que ha continuado comprando discos y asegurando en este caso, la continuidad del CD, que en todo este tiempo se había ido degradando. En esta estrategia hay que señalar la «resurrección» del vinilo, poniendo en circulación ediciones limitadas y de coleccionista, a la búsqueda de ese consumidor que siempre estará dispuesto a pagar por el valor añadido. Una producción de momento limitada y enfocada a un segmento muy específico.

Quizás, en todos estos años de «tinieblas y oscuridad» para las grandes multinacionales del disco no estén haciendo otra cosa que pagar su pecado original, la penitencia por haber hecho de los creadores meros productos y más preocupadas en maniobras estratégicas de poder y compra de capital que en el desarrollo de la propia música. Revolución, adaptación, del vinilo al cassette, del CD a Internet, la transformación continúa imparable. El álbum, aquella obra que en otros tiempos señalaba el calendario del artista y de la música pop, ha quedado fragmentado. Para los más pesimistas, obsoletos. A los nuevos consumidores les sobra con comprar un titulo, el hit. El proceso ahora pasa por consumir rápido el éxito, y a continuación, desvanecerse en esa gran red donde la música sigue reproduciéndose sin barreras.

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