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Historia privada de los suplementos literarios

Historia privada de los suplementos literarios

Aunque parezca mentira y resulte difícil de creer para algunos lectores de periódicos, hubo un tiempo en que no existían los suplementos literarios. (Aunque tal vez habría que decir, al paso que vamos, que hubo un tiempo en que había lectores y periódicos, como un hecho de la realidad que caía por su propio peso, y no como una inestable excentricidad de futuro dudoso.)

Cuando yo era niño, lo natural eran las revistas literarias. En ellas había poco más o menos lo mismo que hay en las mohicanas y resistentes revistas literarias de ahora mismo: los adelantos de las obras en marcha de algunos autores (capítulos de novelas, poemas, actos de obras teatrales), los artículos de fondo sobre mil y un asuntos, las entrevistas, los relatos breves, la sección de crítica con reseñas sobre novedades. Nada nuevo bajo el sol de entonces o de hoy. Las estructuras de las revistas del siglo xx y de los suplementos literarios del siglo xxi no son muy distintas. Sus diferencias existen, pero son de grado, de cantidad, sutiles, y no de esencia.

Mi padre compraba casi todas las revistas que tenían buena distribución (que eran la mayoría, porque hubo un tiempo en que las revistas literarias se podían comprar en los kioscos), y estaba suscrito a las remotas. Por casa andaban siempre Ínsula, La Estafeta Literaria, La Nueva Estafeta Literaria, Cuadernos Hispanoamericanos, Los Cuadernos del Norte, Poesía y otras muchas recónditas, sin periodicidad estipulada, que aparecían, como aguardientes clandestinos, cuando la vida se lo permitía a sus heroicos autores.

Me crié con ellas. Una parte importante de la literatura era, para el niño aquel que fui alguna vez, el acto de hablar de literatura por escrito, de leer lo que vivía alrededor de la literatura. No se trata de un asunto menor: constituye la buena salud mundana de lo literario. Las revistas literarias (y los suplementos que vinieron después) son en el ámbito cultural lo que las terrazas de café y la cháchara que se produce en ellas, para el vigor de una ciudad. Sin muchas y buenas terrazas de café, en donde se discuta de tonterías de cualquier género, las ciudades languidecen. Sin muchas revistas y muchos suplementos literarios no puede haber una literatura robusta de verdad en el presente, en donde lo literario también debe aspirar a la industria. Los puristas no estarán de acuerdo, pero sin cotilleo, sin alboroto, sin chismes y comadreos, la alta cultura se marchita. Hace ya tiempo que abandonó el scriptorium del monasterio, y que se fue a pasear por los bulevares.

Cuando llegaron los suplementos literarios, yo ya era un adolescente, si no recuerdo mal, y empezó el declive de las revistas, por esa ley del darwinismo elemental de la mejor adaptación al medio. Los suplementos eran revistas, o casi, que se publicaban todas las semanas, y no cada mes o cada dos meses. Mi padre los compraba todos, fuesen o no los suplementos de sus periódicos de cabecera.

Me hice adicto, por ejemplo, a los artículos de Torrente Ballester en Informaciones («Cuadernos de La Romana»), y más tarde a sus «Cotufas en el golfo» (que aparecían en ABC). A mi padre le gustaba recortar las reseñas de los suplementos, doblarlas y guardarlas entre las páginas del libro criticado. He heredado esa chifladura menor, que enseña una gran lección histórico-literaria: todo es efímero en el mundo, pero las reseñas y los reseñistas suelen ser un poco más efímeros que el resto de ese todo.

Posdata, nuestro suplemento literario, cumple 1001 números, que es mucho cumplir. España es un país especial, como todos los países, pero una de sus grandes especialidades consiste en no prestar la menor atención a las cosas importantes que hace. Aquí, a la hora de la verdad, nos importa un comino, en términos generales, tener como compatriotas a Cervantes y a Velázquez. La envidia, como tanto se ha dicho, no es nuestra enfermedad: es la indiferencia.

Los lectores podremos decir siempre en voz alta que hubo un tiempo en que existía un suplemento literario que alcanzó más de mil números, en la ciudad de Valencia, y consideraremos esa época como un período digno de memoria. Los lectores de verdad siempre son agradecidos.

El secreto de la larga vida y la energía de Posdata creo que estriba en el mismo hecho que ha convertido en grandes todos los géneros de la escritura: escribir desde un rincón del mundo como si ese rincón fuese el mundo entero. Hay suplementos con mayor tirada, con más páginas, con colaboradores más sonoros, con mayor capacidad de influencia, pero no hay ninguno con mayor ambición en cada uno de sus artículos. Sus autores los escribiríamos exactamente igual, si aparecieran en el suplemento más fanfarrón de la Metrópolis del Imperio.

Llegar a publicar mil números de un suplemento literario representa una heroicidad que tiene como fundamento una idea esencial del periodismo: sin un suplemento literario, sin una importante sección de cultura, no se puede publicar un buen periódico, que es un instrumento imprescindible de la cultura popular.

Un castillo puede aparentar ser un castillo, porque tiene almenas, y torre del homenaje, y armería, y soldados con armadura, y princesas en edad de merecer; pero sin un fantasma legendario que arrastre sus cadenas por las salas desiertas, y atraviese los muros de las estancias con durmientes (es decir, sin leyenda, sin literatura) no pasará de ser un edificio de cierto costumbrismo ampuloso.

Ahora que ya voy camino de convertirme en un anciano venerable, me doy cuenta de que he envejecido con los suplementos literarios, pero que con ellos, también, he ido cumpliendo a mi manera el sueño de la literatura.

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