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Prosas apátridas

Prosas apátridas

El título de esta obra de Julio Ramón Ribeyro podría convertirse en el nombre de un género literario. Es difícil encontrar otro más adecuado para un tipo de textos que no son ficción, ni biografías, ni diarios, ni memorias al uso. En todo caso, como dice Pessoa en el Libro del desasosiego, son autobiografía sin acontecimientos, historia propia sin vida. Son fragmentos, retazos, retales, reflexiones al hilo de lo visto, leído, escuchado, paseado, temido, gozado, sufrido... Literatura que escapa por los resquicios, que no sigue un plan previsto, que no ha sido escrita para publicar en un libro concreto y que no encuentra su sitio en otras obras mejor definidas y, sin embargo, obedece al impulso de contar, de fijar unas líneas gustosas sobre papel y merece por su riqueza una atentísima lectura. El autor justifica este título en el hecho de no haber encontrado para estos textos otro acomodo y en que no pertenecen a ningún género, sin caer en la cuenta del hallazgo que supone esta manera de llamarlos.

En la páginas de Prosas apátridas se encuentran revueltos temas, paisajes, tiempos, personas y ciudades. No parece haber orden cronológico, no hay índice temático sino una mirada que va y viene, que unas veces se dirige hacia afuera y luego se vuelve introspectiva o que recorre el camino contrario. La mirada del artista que es también objeto de reflexión. La mirada de Ribeyro que nos descubre un mundo, el mundo, y que da sentido al libro.

Los fragmentos no tienen una extensión uniforme, cada uno crece según su necesidad. Algunos casi podrían considerarse aforismos: Hay momentos en que el sufrimiento alcanza tal grado de incandescencia que diríase que nos cristaliza y nos vuelve por ello indestructibles, mientras que otros se alargan un par de páginas.

El propio Ribeyro, en la nota del autor que abre estas prosas, reconoce haber tenido en cuenta Le spleen de Paris de Baudelaire. Y resulta fácil imaginarlo en la figura de un flâneur, que pasea por la ciudad sintiéndose a la vez parte de ella y ajeno a todo. Un observador, un paseante, cabría decir un dandy, que vive unas veces en París y otras en Perú, que visita España y alguna ciudad europea y en todas partes mantiene su mirada lúcida, elegante, desencantada y melancólica sobre los detalles más pequeños, los espacios en los que vive (como la habitación mezquina del fragmento 27), las personas en apariencia más insignificantes (los dos vecinos con perrito del 123) , las rutinas que imponen el trabajo, la familia, los amigos. Porque el vagabundeo no es solo físico, es una forma de acercarse reflexivamente a asuntos como la locura, el dinero, la información, el conocimiento o la felicidad. Cada uno de los fragmentos supone una tentativa, un intento de comprender escribiendo la realidad, aún sabiendo que esa realidad siempre termina por escapar a la comprensión.

A pesar del carácter fragmentario y sin hilo aparente que hilvane los fragmentos, hay una antropología bastante definida. El ser humano es considerado por Ribeyro en términos diversos y ambiguos, aunque ensamblados por un pegamento sutil: desde el pesimismo diluido a lo largo de todo el libro, la consideración del erotismo como fuente de conocimiento inagotable, la visión del niño «que no aprende nada del niño» y se orienta necesariamente hacia la edad adulta, de lo cual se deriva una pedagogía sensata; hasta la consideración de la historia como ficción, y el descreimiento acerca del carácter liberador de las revoluciones. Así queda mostrada antes que dicha esa antropología que no desmiente la visión del ser humano presente también en la narrativa y en la prosa diarística de Ribeyro.

Entre los temas más visitados está, claro, la escritura. Considerada incluso en su función más elemental: escribir una receta médica, un recado, es para Ribeyro un acto prodigioso y lleno de misterio, como también lo es la lectura.

La insatisfacción que empuja al escritor, la necesidad de subordinar todo a ese empeño, las fuentes de grandes errores en literatura o de grandes aciertos, el paso del tiempo que acaba con el interés de algunas obras, el por qué de la permanencia de otras. De manera parecida, sus reflexiones sobre el arte o la historia parten de asuntos concretos y desgranan razones que no suelen ser definitivas. Pero la mirada se detiene también con ironía en detalles triviales: los objetos decorativos instalados en las porterías de París o la fotografía de un frondoso bosque que ha ido volviéndose amarilla como si la hubiera transformado el otoño que llega a la ciudad.

La inteligencia, la lucidez, la curiosidad y la capacidad de asombro, de formular preguntas, sustenta todo el conjunto que termina formando una suerte de mapa de intereses, preocupaciones, filias y fobias muy personal y, tal vez por eso, con la capacidad de ser compartido por numerosos lectores. Incluso más de cuarenta años después de ser publicado por primera vez, casi todos los fragmentos conservan vigencia y valor quizá con una excepción, la que tiene que ver con los roles de las mujeres que en este mismo tiempo y por fortuna han cambiado mucho.

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