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100 años de Vargas Llosa

100 años de Vargas Llosa

No me cabe la menor duda de que novelas como La ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, ambas del primer Vargas Llosa, supusieron un bombazo de mucha envergadura tanto en la conciencia como en los gustos literarios de los jóvenes lectores de cuando entonces.

No de todos, claro está, ni siquiera entre los entusiastas universitarios de izquierda, que preferían entretenerse pasando las horas muertas sentados ante las mesas del bar de la Facultad de Filosofía hablando en chino sobre El Libro Rojo o tratando de descifrar el significado de las ocurrencias del desdichado Louis Althusser. Era muy divertido todo aquello, aunque resultaba algo patético, con la de cosas que era necesario hacer. El bar de la Facultad mencionada estaba siempre muy concurrido. En la sala de teatro de Filosofía ensayábamos los de UEVO, por cortesía de Jenaro Talens, que antes de ponerse en faena pasaban por el bar a hacerse sus carajillos matutinos. Todavía me asombra la deuda de los montajes teatrales del grupo con esa pócima proletaria.

El caso es que los brillantes alumnos que tanto amaban al proletariado acostumbraban a ocupar las mesas del bar agrupados por sectas. En una peroraban los maoístas, en otra los althusserianos, más allá estaban los de Bandera Roja o los del FRAP, etc. Jamás se vio por allí proletario alguno, claro: estaban trabajando, mientras los jovenzuelos de clase media aspiraban a desvivirse por ellos. Así que los del teatro empezábamos el día recorriendo el bar y cantando toda clase de himnos de postín acordes con las sectas meseras que nos íbamos encontrando por el camino. No recuerdo qué variante del chino usábamos al pasar ante los maoístas, pero sí del temible enfado de los banderarojistas cuando entonábamos con enérgica alegría «banderita tu eres roja?» al pasar ante ellos. Y eso que, como casi todo por entonces, eran totalmente clandestinos. Clandestinos, sí, pero no afásicos. De todo aquello ya no queda nada, gracias a Dios, y con El Libro Rojo ya solo se entretiene Ivanka Trump.

Bueno, sí, algo queda de todo aquello. La enorme prosa de Mario Vargas Llosa y de Gabriel García Márquez, entre otros. El segundo se adelantó al primero en recibir el Nobel por su trabajo literario, pero Vargas Llosa todavía está vivito y coleando, por fortuna, quién sabe si gracias a los cuidados de Isabel Preysler. Hace no muchas semanas don Mario ha dedicado una especie de homenaje a Gabo, con el que mantuvo una entrañable amistad rota por un quítame allá un celoso puñetazo.

Tal vez lo más interesante de este homenaje consista en la rememoración de Vargas Llosa de sus diferencias con Gabo respecto a la extinta (como todas) Revolución Cubana. En resumen, cuando aquella gloriosa Revolución daba sus primeros pasos recibió toda clase de adhesiones entusiastas, incluida la de don Mario, por entonces ferviente admirador de Fidel Castro. La posición de Gabo, que conocía mejor el asunto, resultó ser algo más tibia, así que le dijo a Vargas Llosa algo así como que aplazara sus fervientes adhesiones hasta ver lo que habría de venir en Cuba. Y cuando, en efecto, llegó lo que llegó (homosexuales encarcelados y torturados solo por serlo, la creación de los Comités de Defensa de la Revolución, que convertían a cada hijo de vecino en alevines profesionales del chivatazo, y otras muchas atrocidades nada

revolucionarias) don Mario pasó del entusiasmo a la decepción, y de ahí al rechazo, como tantos otros, mientras Gabo se convirtió en ardiente defensor de Fidel Castro y en amigo íntimo del dictador. Me parece que entendí aquello claramente. Vargas Llosa y tantos otros quisieron ver en la Revolución Cubana la gran ocasión para la isla caribeña, mientras que Gabo y algún otro razonaban más en términos latinoamericanos. No se trataba ya de que Fidel Castro fuera una figura ejemplar, sino de que por entonces era lo único que había, y así lo entendió también el mítico Che Guevara, en su vano intento de latinoamericanizar los orígenes de la Revolución Cubana: nada de islas felices, o lo somos todos o nadie.

Y enseguida vino lo que se veía venir: el desdichado Caso Padilla, donde un poeta homosexual fue machacado con mucha convicción revolucionaria, y Fidel Castro se arrancó con aquello de «Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», dirigido sobre todo a artistas e intelectuales. Fue por entonces cuando en la revista Triunfo apareció un furibundo y largo artículo de Alfonso Sastre, llamado «Vergüenza y rabia», en el que llevado más por la rabia que por la vergüenza trataba de fulminar a los disidentes. Y después se largó e Euskadi a asesorar a los etarras. (Por cierto, ya que estamos en esto: debo decir que no entiendo ni palabra respecto a los homenajes a la figura de Miguel A. Blanco, aquel joven concejal del PP en Ermua que tuvo la mala suerte de ser elegido por ETA como víctima de sus tropelías. ¿Qué otras cosas hizo el joven? ¿Defender la democracia desde su concejalía del PP?).

El homenaje de don Mario a Gabo tenía como pretexto la celebración del cincuentenario de la publicación de Cien años de soledad, en aquella primera edición de Sudamericana con la portada repleta de para mi incomprensibles cuadrados azules. Sobre ese fabuloso libro compuso Vargas Llosa un excelente y jubiloso ensayo, obra mayor en su larga carrera, titulado Historia de un deicidio. Me consta que Ricardo Muñoz Suay disponía en la biblioteca de su casa de Barcelona de un ejemplar de la obra llena de anotaciones del propio Gabo, y nada me gustaría más que alguien dejara de entretenerse para dedicarse con ahínco a determinar qué diablos se hizo de ese ejemplar del libro del maestro Mario Vargas Llosa. Para ello basta con ser universitario y tener algo de olfato.

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