José Iranzo Almonacid, conocido artísticamente como Anzo (Utiel, 1931-València, 2006), constituye un caso singular de artista que alcanza un notable reconocimiento internacional a una edad relativamente temprana (finales de los sesenta y década de los setenta) que desgraciadamente se fue enfriando con posterioridad. Por fortuna, el IVAM le dedica una completa exposición que recoge la etapa que sin duda abarca su producción más personal y más conectada con la época que le tocó vivir. Sus aislamientos, son una poderosa metáfora del hombre derrotado por la máquina, de esa dialéctica entre hombre y tecnología. El cientifismo se vivió como un sueño utópico durante las primeras décadas del siglo xx, estalló con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki y se fue enfriando con el desarrollo de unos esquemas tan pretendidos universales como marcadamente impersonales. Esa internacionalidad de estilos arquitectónicos encontró un abonado campo de trabajo en los edificios de oficinas, en los que el hombre era una pieza más de ese macroengranaje productivo. Miembro activo de los movimientos críticos de raíz figurativa como Estampa Popular, la obra de Anzo derivó pronto hacia una iconografía pop que, en su caso, se tiñó de un pesimismo y una carga visionaria de gran personalidad.
La exposición ofrece un completo panorama de su producción incluyendo obras seminales, todavía pintadas al óleo, paisajes nocturnos y urbanos de resonancias metafísicas en los que aparece un personaje diminuto y solo, ocasionalmente acompañado por su sombra. El juego perspectivo, el claroscuro plomizo roto por una rojo violento, va a ceder paso a obras carentes de color dominadas por los grises de los propios materiales y metales utilizados y por el blanco lacado de unos bajorrelieves de formas opresivamente envolventes. Los exteriores urbanos se transforman en interiores desconcertantes, en los que el mobiliario cibernético y los circuitos impresos devienen escenarios humanizados que aprisionan al diminuto hombre-oficina, sentado frontalmente como un hierático y mecánico pantocrator románico. La serialidad y la repetición son convincentes estrategias retóricas que Anzo sabe manejar con pericia perfectamente ajustada para generar esa atmósfera asfixiante que se extendió por la época. A buen seguro, los profundos conocimientos técnicos adquiridos en su desempeño en Litografía Ortega, posibilitaron que su imaginación encontrase el medio óptimo para materializar su poética.
Sostenía Oscar Wilde que «verdadera técnica es la personalidad del artista», y Gastón Bachelard, por su parte, demostró el poder imaginativo que encierran los elementos fundamentales y la materia creadora. Anzo hace confluir su inquisitiva imaginación con el uso expresivo de unos materiales alejados y ajenos a la práctica artística del momento, pero que, sin embargo, se integran a la perfección para conformar un discurso plástico tan sorprendente entonces y como no menos sorprendentemente vigentes en la actualidad. No puedo dejar de señalar la dimensión objetual de las obras más representativas, auténticos artefactos simbólicos que conviven cuerpo a cuerpo con los monstruos mecánicos y los circuitos impresos.
El montaje expositivo se completa con un interesante aporte documental proveniente de los archivos de la Fundación Anzo (colaboradora necesaria de esta muestra), la recreación de una oficina típica de los setenta, con mobiliario ad hoc y obras seriadas del propio autor, así como algunas proyecciones que contextualizan didácticamente el ambiente que se respiraba entonces. A destacar la impagable proyección de La Cabina, extraordinario ejemplo de esa incomunicación y aislamiento que magistralmente supo plasmar este gran artista escasamente conocido. Desde esta perspectiva, cabe aplaudir la iniciativa del IVAM para poner en valor la figura y la obra de Anzo, atendiendo así a la que también es una de sus líneas programáticas.
