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Fechas señaladas

Esta semana nos la hemos pasado jugando al puenting entre dos fechas emblemáticas para los valencianos: el Nou d´Octubre y el Pilar, día de la Hispanidad. El puenting, como tal vez sepan, es un ¿deporte? ¿insensatez? que consiste en tirarse de un puente colgando de un cable de goma sin llegar a rozar el agua: más de un@ ha topado con las pilastras y ha pasado a mejor vida. Pues bien, los valencianos festejamos el 9 y el 12 de octubre y, aparte de algunos afortunados que lograron disfrutar de un puente vacacional, todos nos lo hemos pasado esquivando ora Escila, ora Caribdis. Nou d´Octubre: la mocadorà, la procesión cívica, todo eso y mucho más, pero también el recuerdo de lo que somos, un territorio que fue colonizado por catalanes y aragoneses, que habla sus dos lenguas, y que ha visto encresparse la convivencia seriamente al norte de nuestras fronteras. Día del Pilar: la patrona de la Hispanidad, un símbolo que llegaron a albergar nuestros vecinos del noroeste sin que se lo pisparan desde Madrid con el sorprendente argumento de que «la Virgen del Pilar no quiere ser francesa». En realidad, las tensiones secesionistas catalanas están provocando reequilibrios antes que nada en la antigua corona de Aragón: en la Comunitat Valenciana, de repente, nos llega la sede de un gran banco, aparecen cruceros que pasaban de largo, se reabre el melón del Corredor Mediterráneo y del tren Sagunto-Zaragoza-Canfranc€ Es un dejà vu: como cuando la peste que arruinó Barcelona a fines del xiv abrió un siglo de oro para València.

Vivimos unos momentos muy tensos, que para los valencianos lo son especialmente porque tocan de lleno a la mitad de nuestro ser originario. Entre nosotros hay, cierto, partidarios de ofrenar noves glòries a Madrid (que no a tota Espanya, como se suele creer) y partidarios de los Països Catalans, es decir, personas que se han echado al monte y que, en cualquier caso, han optado por estrellarse contra uno de los dos peñascos que bordean el mar embravecido en el que navegamos. Merecen nuestro respeto, por supuesto, pero son minoritarios: la mayoría de los valencianos sufrimos con lo que está pasando porque nos duele Cataluña y porque nos duele España. Creo que Madrid o Barcelona, así a secas, son malos referentes para la cultura valenciana, pues nos alienan irremediablemente. El rey Jaume I, cuya bandera paseaban el otro día por las calles de Valencia, quiso un reino mestizo que representase un lazo de unión entre los otros dos estados de la corona, no un refuerzo de uno de los polos en detrimento del otro. Siempre me ha parecido que el título De impura natione, que Damià Mollà y Eduard Mira pusieron a su libro en un lejanísimo 1986, expresaba la esencia comunitaria valenciana. Y yo habría añadido: ¡a mucha honra! Esta voluntad fronteriza, que con altibajos hemos mantenido cuando la corona de Aragón se unió a Castilla para formar España, sigue rigiendo nuestra visión del mundo, nuestra sociedad bilingüe y nuestra cultura de la fusión, nunca de la exclusión. Tengo la sospecha de que cuando las aguas vuelvan a su cauce -si lo hacen, alguna vez-, la cultura valenciana, tan folclórica y desprestigiada, mal que nos pese, cobrará su verdadero sentido y muchos de sus patrones de tolerancia, bonhomía y flexibilidad servirán de espejo en el que se miren los demás.

No se trata de wishful thinking. En realidad la cultura es eso, intercambio de valores estéticos, éticos, convivenciales, hasta sentimentales. Los intolerantes no solo son incapaces de convivir fuera de su rebaño de borregos, sobre todo se trata de personas profundamente incultas por más que en ocasiones puedan exhibir títulos universitarios. Pero de esa clase de gente en la Comunitat Valenciana, sinceramente, hay poca, aunque como vimos el día 9 no pierden ocasión de hacerse notar. Así que permítanme acabar por una vez esta columna crítica con un mensaje optimista. Mientras aliente la cultura valenciana, habrá esperanza. Si la dejan expresarse.

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