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Neruda y las cosas

Neruda y las cosas

El gran poeta medieval valenciano Ausiàs March, que se consideraba, en una época de decadencia de la literatura, el único digno heredero de los trovadores provenzales, se nombraba a sí mismo como «el ben enamorat». Joan Fuster le dedicó a March un célebre estudio con ese mismo lema, que el poeta se adjudicaba con el orgullo de quien posee el título nobiliario más valioso.

Cuando pienso en los poetas contemporáneos de la lengua española, en relación a ese estado de buen enamoramiento, siempre se me aparece en primer lugar el nombre de Pablo Neruda (Parral, Región del Maule, 12 de julio de 1904-Santiago de Chile, 23 de septiembre de 1973).

Los poetas del amor se enamoran de sus objetos amorosos, reales o fingidos, y, a través de ellos, se enamoran del mundo, porque el amor, cuando no resulta trágico, constituye una suerte de entusiasmo privado que conduce de manera irremediable al entusiasmo general. Por la realidad del amor, diríamos, se llega al amor hacia la realidad.

Sabemos que Pablo Neruda fue un poeta enamoradizo y enamorado, y que compartió su vida con amantes numerosas y con tres esposas oficiales: Maryka Antonieta Hagenaar Vogelzang, Maruca; Delia del Carril, La Hormiga; y Matilde Urrutia. A su torrencialidad verbal y a su casi permanente estado de inspiración debemos sus lectores entusiastas algunos de los mejores libros de poesía estrictamente amorosa del siglo xx: en especial, los obligatorios Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y los Cien sonetos de amor. Muchos de los poemas amorosos de Pablo Neruda han dejado de formar parte del corpus universal de la poesía amorosa, para integrase en el corpus universal del amor mismo, que requiere como uno de sus rituales indefectibles, entre los amantes, el recitado de algunos versos del chileno, a menudo sin saber quién es el autor, y dando por supuesto que pertenecen a todos y a ninguno, al caudal luminoso de la felicidad.

Ahora bien, sostengo la tesis indemostrable -y que responde tan sólo a una intuición de lector devoto del maestro chileno- de que el gran amor de Neruda fue el que profesó hacia las cosas. Como individuo, como poeta, como ciudadano civil se mantuvo a lo largo de toda su vida en un estado de perenne enamoramiento hacia la realidad. De ahí su apetito coleccionista de objetos: de caracolas marinas, de mascarones de proa, de botellas vacías que se bebieron para celebración de la amistad, de libros viejos y raros, de piedras, de mapamundis, de insectos, de llaves. Neruda debe figurar en los altares de los escritores trasteros, cachivacheros, almacenadotes. Como Ramón y algunos otros, en su época consular madrileña, Neruda fue un obsesivo cazador de cosas en el Rastro. Gómez de la Serna y él padecieron un síndrome de Diógenes selectivo, sentimental y estetizante.

Tan cosas como las cosas fueron para Neruda sus casas, de las que estuvo siempre enamorado -Isla Negra, La Sebastiana, La Chascona- y que supusieron un punto de arraigo terrestre en el universo innumerable.

Ahora bien, su enamoramiento de lo real, su condición de perpetuo gozador de las cosas se manifiesta en toda su hondura a través de sus poemas, en especial del conjunto que considero como su obra maestra, y que conocemos como Odas elementales. En ellas, Neruda se propone un imposible amoroso y literario, y a punto está de conseguirlo: cantarlo todo, celebrarlo todo, dignificar mediante la alta poesía todo, desde lo más insignificante hasta lo más excelso. Todas las cosas -nos enseña Neruda- pueden y deben ser cantadas, porque la suma de las cosas constituye el todo, el mundo que tanto amamos.

Las Odas fueron tan célebres que se publicaban en el periódico (El Nacional, de Caracas) de forma semanal. Neruda quiso que no se integraran en la sección de Cultura, sino que apareciesen en mitad del periódico, como una crónica más. Las malas lenguas afirman que su delgadez gráfica -una o dos palabras por verso, en composiciones bastante largas- se debía al hecho de que Neruda cobraba el texto por línea, y ese era el sistema de convertir los poemas en rentables. Pero el caso es que aparecían en la prensa, como un alimento cotidiano, como una necesidad del escritor para con sus lectores y de los lectores para con el poeta.

El índice de las Odas Elementales no sólo nos da una medida de la ambición poética de Neruda, de su amor hacia todo, sino que constituye una oda en sí mismo. Lo leamos por donde lo leamos, esa lista de intereses significa un acta notarial de su devoción absoluta hacia la realidad. Sus odas, por ejemplo, cantan al aceite, al alambre de púa, a la araucaria araucana, a la arena, a su aroma, a la bella desnuda, al cactus de la costa, a los calcetines, a la cascada, a la cordillera andina, al cráneo, a la crítica, al día inconsecuente, al diccionario, a la farmacia, al hígado, al jabón.

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