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Hallowen los pilló ya disfrazados

Hallowen los pilló ya disfrazados

Los ya endémicos problemas del encaje de Cataluña en España tuvieron el detalle hace unos días de pillar a muchos de sus protagonistas con el disfraz de Halloween ya enfundado, y eso hasta el punto de que un servidor ha dudado entre escribir este articulito o largarse a Bruselas disfrazado de mariachi, un tanto a lo José Luis Roberto, para obsequiar con una amable serenata a Carles Puigdemont al son del S´en va anar del ínclito Raimon.

El asunto no es para menos. En este carnaval de todos los muertos muy pocos resucitarán, y es de suponer que solo los más avezados sabrán conservar sus disfraces. Ahí es nada. A las carcajadas provocadas por Mariano Rajoy al esconderse bajo el disfraz de demócrata constitucional de toda la vida se ha unido el estupor de que incluso un García Albiol no haya dudado en imitarlo por unas horas, y con tan rotundo éxito que ha conseguido por una vez la foto de su vida, abrazado a Josep Borrell, Miguel Iceta, Albert Rivera, Inés Arrimadas y unos cuantos -o cuantas- más, todos unidos a la mayor gloria de España, esto es, de Madrid, que no es solamente la capital de España sino España misma, faltaría más. Y ahora a pelearse todos por salir en primera página en las elecciones prenavideñas, a ver quién se embolsa el Gordo. Que no será Cataluña, por supuesto.

En esa oscura ordalía de despropósitos han jugado un papel notable un montón de artistas e intelectuales emboscados en la segunda fila de los mariachis, que se han dedicado a lo suyo, esto es, a poner su firma al pie de manifiestos sobre problemas que desbordan su envidiable sabiduría.

¡Pero, hombre, si hasta Joaquín Sabina ha proclamado su deseo de que aquí haya paz y después gloria! También ha sigo genial, como siempre, la intervención de Albert Boadella, asegurando que el problema catalán se acababa cerrando TV3. No le conocía yo esa afición por la censura institucional al teatrero que fue encarcelado por ejercer su libertad artística, pero se ve que la cercanía con Esperanza Aguirre, madrileña de oficio y postinera, le ha llevado a reconsiderar muchas cosas, tal vez demasiadas.

No hay duda de que Mario Vargas Llosa o Javier Marías son dos grandes escritores. Pero tengo para mí que esa agradable circunstancia no basta para atribuirles idéntica sabiduría en sus opiniones acerca de la gestión pública de la política. Tenga en cuenta el posible lector que incluso Jean Paul Sartre, excelente filósofo de la nada, acabó haciendo de maoísta improvisado en las calles parisinas. Por no mencionar a su compañera, la Simone de Beauvoir de El pensamiento político de la derecha, que arrancaba el panfleto asegurando a las bravas: «La verdad es una, el error múltiple; no es casual que la derecha profese el pluralismo». Y se quedó tan pancha. Lo cierto es que ver por la tele a Vargas Llosa en un acto en Barcelona recordando casi como un llorón los felices años que pasó en esa ciudad hace muchos años, ante un público tan españolista como abanderado y totalmente indiferente a ese tipo de emociones ajenas, fue uno de los espectáculos parapolíticos más tristes que un servidor puede recordar. Porque ¿a qué viene rememorar tiempos dichosos en Barcelona, bajo el franquismo, ante un público que tal vez fue tan feliz como el orador en la Barcelona franquista, aunque por otros motivos menos confesables, y que por eso mismo resulta ajena e ese tipo de efusiones? Me parece que un literato de tanto peso debería ahorrarse intervenciones anímicas ante espectadores de esas características. Y si se comete ese error, ¿acaso no se puede caer también en otros?

No se trata aquí de reprochar a artistas e intelectuales de prestigio que manifiesten opiniones políticas, por supuesto, pero sí de rogarles que al hacerlo sean tan rigurosos como lo son al construir sus obras. A fin de cuentas, alguien como Inés Arrimadas puede decir todas las tonterías que quiera en el ejercicio de su profesión, que no es otra que la de política cómplice de los populares. El día que se le ocurra escribir una novela, y no será material lo que le falte, pues ya veremos. A lo mejor va y le dan el premio Nobel y todo. Más raro me parece el caso de Isabel Coixet, tan atormentada por la ambigüedad de sus declaraciones políticas que incluso ha merecido que un alma buena le dedique una pancarta con el mensaje, tan atribulado como excesivo, de «Todas somos Isabel Coixet». Pues qué bien. La solidaridad gratuita tiene esas aberraciones, ya que parece obvio que no todos somos cineastas. Y algo parecido a esa confusión bienintencionada, aunque no siempre, pero de apariencia tan buenista, es lo que acaso cabe atribuir a tanto artista o intelectual, como prefieran, que opina en público sobre áridas cuestiones políticas sin más aval que el prestigio obtenido en el ejercicio de su profesión. No vaya a ser que todos acabemos siendo Fernando Savater, tan empeñado en publicar artículos sobre su enorme tristeza por la pérdida de su compañera. Lo que, bien mirado, constituye lo mejor de sus escritos y opiniones. Por más que las intimidades, penosas o gozosas, mejor se comparten con los amigos que se vocean en plaza pública y remunerada. Lo digo también porque en el caso catalán, que a tantas personas abruma, se han sucedido un rosario de intimidades indeliberadas que más que abrumar provocan risa.

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